Tuesday, December 7, 2010

Escape de New York

Vi “Escape de New York” en televisión teniendo catorce años, en uno de esos especiales que eran el único refresco más o menos digerible para mi generación, en el desierto de un monopolio de televisión pública. Nada más que una programadora la transmitiera, con doblaje vergonzoso y comerciales de tennis North Star de gamuza y salsa de tomate Libby’s que afirmaba no ser salsa de tomate sino “kétchup” vuelve sospechosa cualquier producción, oeri todos llegamos al colegio a hablar sobre esa película, aunque no supe de un solo papá que se la viera entera. Mi primo Alberto, con lógica adolescente sentenció “Los viejos no saben de cine”.

Repetir “Escape” es como encontrarse con un buen amigo que no se ve hace años, sigue siendo una grata compañía pero no queda nada para decirse, aunque se pase un buen rato. Uno no se pregunta “¿Cómo me pudo gustar esto?”, uno sabe por qué, no es absurdo. Pero uno siente el pequeño tirón de hacer otra cosa y se queda… bueno, recordaba a mi primo: si me voy, soy irreversiblemente viejo.


“Escape de New York” en sesenta segundos: en 1998 el mundo está en la III guerra mundial y el presidente de Estados Unidos va a una cumbre con China y Rusia. Problema: Manhattan fue convertida en 1987 en prisión de máxima seguridad, rodeada de una pared infranqueable. Problema: una terrorista, una sola, secuestra el avión presidencial y lo estrella en Manhattan. Problema: en la isla las pandillas lo controlan todo por la ley del más fuerte. Solución: convencer a “Snake” Plissken, un supercomando que va preso, de salvar al presidente a cambio de un indulto. Entrará a la isla en un planeador y se abrirá paso solito en medio de las pandillas sin Dios ni ley y sacará al presidente de las garras del “Duque”, que demanda salir de la isla a cambio de entregar al presidente. 

Reconozcámoslo: toda película exige suspender la incredulidad, pero ésta lleva lejos la exigencia. Dejando de lado el costo obsceno de indemnizar propietarios de inmuebles baraticos como los de Fifth o Park Avenue; dejando de lado que los presos prefieran vivir en túneles del metro que en un penthouse en el Empire State; dejando de lado que un Servicio Secreto que permita a un terrorista secuestrar el avión presidencial se merece ir a parar a Guantánamo, la película sigue teniendo problemas y cuenta con una especie de terror hipnotizante para que uno no piense. La premisa es interesantísima y tiene ideas novedosas, pero la película no las desarrolla: confía en que la gente no pare de decir “¿Viste cómo quedó Broadway?” y en la actuación de Kurt Russell como Snake.

“Escape” fuera de su contexto no funciona plenamente, no es un clásico, así sus vociferantes defensores la cataloguen de obra maestra. Para algunas personas será estupenda y no lo veo absurdo, pero no es un “clásico”, le falta esa intemporalidad. Por otro lado, es una película fundacional y su influencia resuena en cintas posteriores, así que decir que no es clásica no es volverla inane. Esa es una de las muchas zonas grises de esta cinta.

Otra es el género. ¿Ciencia ficción? Pinta un futuro de dimensión paralela, un mundo unidimensional, restringido a lo necesario para ambientar la historia más que para sostenerla y en cierto punto esa ambientación reemplaza la historia sin hacer exploraciones. ¿Acción? Aunque es de esas películas de “uno contra el mundo” queridas en los ochentas, tiene momentos de arrastrarse sin que pase nada y las peleas tampoco eran gran cosa. “Escape” es de una especie de microgénero de la época que podría llamarse prisión/pandillas/apocalipsis. 

Cuando hablo de contexto, quiero decir que esta película es característica de los miedos de su momento. Los punk ingleses con sus cortes mohicanos de colores, tatuajes, piercings y mutilaciones deliberadas habían entrado con fuerza inusitada a partir del éxito comercial de los Sex Pistols. El ideal del “hombre corporación” de traje gris y con trabajo de 8 a 6 no le decía nada a una generación de sexo desaforado, explosión de sustancias ilícitas, inflación galopante, racionamiento de gasolina y un mundo al borde del desastre nuclear. Johnny Rotten y su banda gritaban con guitarras estridentes el vacío de una generación: ¿Si hasta los Estados Unidos del Capitán América hacían barbaridades como My Lai o Watergate, qué había de bueno en el mundo? Los adultos y los muchachos que se negaban a participar de esa ruleta rusa colectiva se preguntaban qué iba a salir de ahí y películas apocalípticas como “Escape” les dijeron: esto. 


La cosa parecía irremediable: la película de 1981 situaba su aventura en 1998. La guerra con Rusia había estallado y se impondría el comunismo, como se temía; el crimen se había desbordado y el estado había renunciado a eliminarlo. Diecisiete años separan a la audiencia de esos eventos. Y el éxito de la película es que esa metáfora era probable. En 1975 Time Magazine puso en portada “La ola de crimen” y lo ilustró con un muchacho de mirada torva al que bautizó “el gran depredador”. Y los demás éramos herbívoros y esta película mostraba nuestro futuro: los viejos abandonaban la película en parte disgustados, en mucha parte asustados con ese futuro de calles desmanteladas y nosotros, los jóvenes, quedábamos hipnotizados como un pájaro ante una culebra pensando en lo que se venía. O estaban quienes no creían posible esa visión … y la magia desaparecía al perder su soporte, pues ocurría más en la imaginación que en la pantalla.

En 1996 John Carpenter intentó el remake “Escape de Los Angeles”, la misma historia sobre paisaje diferente y con más dinero y el público la odió. Ahora anuncian para 2013 otro remake, en New York y la pregunta es “¿Cómo va a haber un Plissken mejor que Kurt Russell?” Yo creo que el problema es otro: el futuro que pinta la película ya no resuena. La necesidad es la madre de la invención y Carpenter, que sabía hacer cine B y no tenía mucho dinero, compensó con imaginación siniestra sus carencias, usando el abandonado hall de la St. Louis Station (la estación más transitada del mundo, abandonada y luego hotel de lujo) para una pelea con garrotes claveteados o poniéndole candeleros a las aletas del Cadillac Fleetwood del “Duque”, demostrando que el futuro además de peligroso era cutre.

Así que una de dos: o el remake sofistica muchísimo sus mecanismos narrativos, o elige un futuro alternativo distinto. En 1981 Carpenter, genial o accidentalmente, eligió un futuro inminente y dejó que los espectadores llenaran los espacios en blanco. El truco solo funciona si el espectador cree que ese futuro es posible, de lo contrario tiene que hacer una cosa mucho más sofisticada tanto visual como narrativamente.

Sunday, November 21, 2010

La diligencia

Para muchos sus primos se cuentan entre sus amigos más viejos, con ellos se desarrollan destrezas sociales y se explora el mundo con el respaldo de la doble garantía de vínculo familiar y amistad. Yo tuve tres, uno por el lado materno y dos por el paterno. El del lado materno no me cabe en este post, era cinco años mayor y más que un primo era mi ídolo, por todo el tiempo que le dedicaba a esfuerzos dignos de mejor causa para hacerme feliz. Los otros se llamaban genéricamente “los Rojas” dos hermanos con quienes crecí. Con Juan Carlos y Alberto no recuerdo cuántas sociedades secretas fundamos, cuántos códigos indescifrables diseñamos, cuántos mapas levantamos con parajes horripilantes como la Barranca del Demonio.

Entre las pocas cosas que nos separaban, unas eran anecdóticas y otras con el tiempo pondrían una zanja entre nosotros; entre las anecdóticas estaba el gusto de Juan Carlos por los western. A él le fascinaba montar a caballo, le gustaba el campo y se ha convertido en exitoso agrónomo, básicamente la versión actual de los cowboys. Uno de mis recuerdos más antiguos es un juguete suyo, unas correas plásticas con cartucheras también plásticas para guardar unos quebradizos Colt idem. Recordándolas ahora, eran espantosas, el tipo de juguetes cuando el 10% de los juegos eran los juguetes y el otro 90% era imaginación. Yo me aburría asaltando fuertes de caballería (Alberto y yo, por menores, fuimos eternamente comisionados por Juan Carlos para hacer de indios y siempre perdíamos, lo que no aumentaba mi entusiasmo) y prefería ser Batman.

El western no me gustó durante mucho tiempo. Desde niño me chocaba su presentación formulaica de buenos y malos, cabalgatas eternas a las que no les veía gracia, ranchos que me parecían incomodísimos y una partida de personajes secundarios que no servían para nada sino de comparsas para el malo o de vergonzantes apoyos para el bueno. Sheriff inservibles, indios que sólo fumaban pipas de paz o arrancaban pelo y mujeres que sólo servían para meterse ellas y a todo el que estuviera a quinientos kilómetros a la redonda en problemas grotescos.


Sin embargo, con el tiempo entendí que precisamente la gracia del género está en su fórmula desvergonzada. El western es el superviviente de los romances medievales, que cumplen con todas las características molestas descritas arriba sin pistolas. Su gracia es ser predecibles, repetitivos, que proclaman desvergonzadamente unos valores que no se complican con el mundo real. Aun en lo más “psicológico” del género, los buenos son muy buenos y los malos muy malos, un maniqueísmo tranquilizador.

¿Por qué es importante el western para los americanos? Hay razones históricas y económicas. Las históricas: después de la guerra de secesión se necesitaba un mito integrador para cerrar las heridas. Las económicas: en los inicios del cine se prefería filmar en exteriores por la iluminación, así que el género se prestaba. Encima, los estudios poseían teatros en pueblos pequeños o ciudades al oeste de las Montañas Rocosas y los espectadores se identificaban con estas peripecias. Sin embargo, con el cine sonoro la filmación en exteriores se complicó y los western después de 1930 fracasaron estrepitosamente. En ese contexto de género moribundo, sin haber intentado una filmación en exteriores, emperrado en darle el rol protagónico a un actor de segunda que llevaba 80 películas sin hacer nada bueno, se le ocurre a alguien resucitar el género: resultó una película fundacional, considerada de lo mejor del cine, La diligencia (The stagecoach) de John Ford, en 1939.



La diligencia en sesenta segundos: un grupo de personas emprende un trayecto desde Arizona hasta Nuevo México. Viajan una prostituta expulsada del pueblo, un vendedor de whisky, un médico alcohólico, una mujer que busca a su esposo. Más adelante se les unirá un banquero estafador, un comisario que quiere evitar un duelo y un joven que es el que todos temen que desate el duelo para ajusticiar a los asesinos de su padre y su hermano. El problema, como de costumbre, es que los indios están en pie de guerra y la diligencia tiene que atravesar su territorio.


¿Los atacan los indios? Pero por supuesto. ¿Y llega la caballería? ¡Cómo no! ¿Y tienen que pasar un río torrentoso? ¡Obvio! Pero la película al mismo tiempo es un estudio psicológico de personajes disímiles encerrados en un carruaje, dirigidos hacia un destino que pueden sortear o no pero era parte de su cotidianidad. Ford, además, tiene buen cuidado en establecer pruebas para sus personajes que pueden ser mucho más temibles que mil comanches, como atender un parto.

Esta película estableció los clichés del cine del oeste; pasarían años antes que alguien se atreviera a hacer una propuesta fuera de su exitosísima fórmula y eso sin abandonarla. El desierto del far west no es cualquier desierto, debe verse como Monument Valley, en Utah, donde Ford se llevó la filmación para quedar muy, pero muy lejos de las interferencias del estudio. El dilema de usar la última bala para matar al compañero ante la inminencia de ser capturados. Saltar a los caballos para hacer sobre la marcha una reparación de última hora (alguna vez le preguntaron a Ford porque los indios no le disparaban a los caballos para detener la carroza y el director respondió sin más “porque se acaba la película”). La electrizante carga de la caballería de último minuto al toque de la corneta. El duelo final en las calles, que todo el mundo sabe que va a ocurrir, que es contra la ley pero igual tiene que darse. Y sobre todo, John Wayne.

Wayne, el arquetipo del cowboy, el resumen de afiche de todos los vaqueros. Con su voz ronca diciendo con confiado fatalismo “Hay cosas de las que un hombre no puede huir”. Con su caminado de piernas separadas y su gesto decidido. Wayne, en sus colaboraciones con Ford, hizo del cowboy un mito americano, la actualización de Robin Hood. Ha habido muchos vaqueros posteriores pero todos, absolutamente todos, se miden por lo cerca o lejos que caigan de Ringo Kid, el personaje de Wayne.

La película está basada en el cuento Bola de sebo del francés Guy de Maupassant, un cuento ambientado en la guerra francoprusiana del siglo XIX. Y el toque esotérico: durante la filmación del ataque apache, un frustrado Ford amenazó con llevarse la filmación a interiores en Los Angeles si el cielo persistía en encapotarse. La amenaza no era poca cosa: los navajos eran los extras del ataque a la diligencia y la película había llevado dinero y empleos a una región dejada de la mano de Dios, así que un chamán le pidió a Ford tres días para ponerle el cielo como quería. No tengo idea si Ford creía en el chamanismo o igual no podía salir antes mientras empacaba o cuál otra razón, pero aceptó y le describió al chamán el cielo que quería. A los tres días lo tuvo…

Friday, October 8, 2010

Estado de gracia

Me siento orgulloso de tener amigos que han sobrevivido a los años desde nuestros días de colegio, entre los cuales destacan dos, a los cuales mi familia llama mis hermanos a dos de ellos luego de veinticinco años de barbaridades. Una tuvo lugar en 1989 cuando veníamos en mi carro por la autopista; Francisco al lado mio, Carlos atrás.
Aquí se impone un comentario: decirle “autopista” como las americanas, o las de Chile o Argentina, requiere un poco de elasticidad semántica y un mucho de patriotismo para que el nombre se le ajuste a lo que es una avenida de cuatro calzadas con semáforos cada pocas esquinas. El asunto es que veníamos a las nueve de la noche, para esa época el tráfico era mucho más suave, así que teníamos la via más o menos para nosotros… y no tuve mejor idea que poner el carro a más de cien por hora.
Se veía a lo lejos, muy lejos un semáforo.  En verde… amarillo… rojo. Y el carro Zummmm. Carlos, todo un caballero o al menos pone pose de tal empezó en tono casual a informarme “Luis Felipe, el semáforo está en rojo” Zummmmm. “Luis Felipe, semaforo rojo” dijo con algo más de énfasis cuando los carros empezaron a cruzar. Zummmmmm. “Teno, semáforo rojo” dijo con más premura. Zummmmmm. “Teno, semáforo! Semáforo!!!!! ROJO!!!!!! PARAAAAAA MARICA PARAAAAAAAA!!!!!!!” Carlos pesa más de cien kilos, uno de sus rasgos característicos son unas manos enormes que puso en mi cuello mientras me gritaba que parara y casi me pasa por encima del espaldar. Francisco, mientras, había perdido la voz y le daba golpecitos al salpicadero señalando y haciendo sonidos inintelegibles parecidos a “gawk!!!!”

Recordé eso cuando volví a ver Estado de gracia veinte años después de verla en cine, más o menos en la misma época que les cuento, aunque una cosa y otra no tienen relación. Lo recuerdo porque en una escena Gary Oldman (en uno de sus primeros y mejores papeles) acude con Sean Penn a incendiar una casa va regando gasolina y sonríe a Penn antes de tirar un encendedor, obligándolos a huir en medio de las llamas, para acabar muertos de la risa en la calle. Hoy en día, que me preguntan si mi carro tiene tercera cuando manejo, pienso que al sujeto del semáforo le habría parecido de lo más divertido desafiar un incendio con sus dos amigos.
Es una película pequeña, inscrita en el género neo-negro, inventado para catalogar obras de estas, pero no deja de ser una buena película, de esas que no se preocupan por ser visualmente apabullantes, pero tampoco de ser la obra maestra explorando el alma humana: Estado de gracia es la película de alguien que quería contar una historia y tuvo la suerte de conseguir el presupuesto necesario. Ocasionalmente el resultado supera esta carencia de aspiraciones, este es de esos casos.

 Estado de gracia en sesenta segundos. Después de doce años de dejar el viejo barrio sin dar noticias, Terry Noonan (Sean Penn) regresa a encontrarse con Jackie Flannery (Gary Oldman), hermano menor del jefe de la mafia irlandesa, Frankie (Ed Harris). Noonan no sólo era amigo en la adolescencia de Jackie sino que fue novio de su hermana Kathleen, quien odia la vida de sus hermanos y se ha hecho una vida trabajando para un lujoso hotel. El problema es que Noonan no ha estado trabajando en plataformas petroleras en el golfo de México ni en cafeterías de carretera en el medio oeste ni en los lugares más absurdos donde pudo darse una biografía en la prehistoria previa a Internet, cuando para saber dónde estaba un pueblo tocaba sacarse los ojos en atlas de convenciones diminutas: Noonan es policía infiltrado.

 En algunos puntos la película tiene una fotografía estupenda y su mérito formal es liberarse de ese tono pretencioso de documental sin pretensiones que tantas películas parecidas tratan desesperadamente de lograr. Phil Joanou, el director, sí quiere meternos en la tragedia de Noonan y quiere que empaticemos con sus personajes y no sólo narrar hechos. Pero con su ambiente opresivo, su cotidianidad, sus gangsters pequeñitos a los que la palabra “gangster” les queda grande y más bien son hampones venidos a más y su tono de catástrofe de Shakespeare sobre lo que significa ser amigo y el precio que toca pagar por querer revisitar la propia vida, ignorando que los años han pasado pero su marca no se ha borrado, la película hace un trabajo muy superior a su presentación, aunque carezca de espectacularidad (pero viéndola ahora, me resulta imposible no ver en su combate final a un tatarabuelo de Matrix)
Estado de Gracia forma, involuntariamente, un bucle en el tiempo para unirse a otras dos películas que tendrán su post, esas sí unidas entre sí por vínculo de paternidad, como me dirían en clase de civil: Los infiltrados (The Departed) y Pandillas de Nueva York (Gangs of New York), ambas de Martin Scorssese.
La película de Joanou tocaba un tema muy importante en New York en ese momento: la recuperación del centro de la ciudad. La mafia irlandesa tiene sus cuarteles históricos en el barrio Hell’s Kitchen (la Cocina del Infierno) y allí corre la película. Estado de gracia viene a decirnos qué pasó mucho después de los eventos del siglo XIX en Five Points que Gangs of New York  contaría en 2003. Desde un punto de vista histórico (no cinematográfico), Pandillas es la precuela de Estado de gracia separadas trece años. 

Como nota al margen, las razones que nueven a Frankie Flannery a tratar con la mafia italiana se cumplieron milímetricamente fuera de la cinta. La preocupación de la mafia irlandesa es la llegada de gente rica a Hell’s Kitchen, el barrio de sus raíces y que los desplacen, así que en la ficción los irlandeses se unen a sus enemigos jurados, los italianos, para impedirlo. El desenlace de la película es una especie de profecía de Joanou: el plan de 1969 de reorganización urbana se puso en marcha a comienzos de los noventa, desplazando a los habitantes tradicionales del barrio para convertirlo en una especie de costoso barrio bohemio de New York. 

Nadie sabe por qué se llama la Cocina del Diablo, pero el nombre ya existía en el siglo XIX y era parte del folklore local, como los Five Points de Gangs of New York. La leyenda más comentada es que en una de esas luchas pandilleras, dos policías conversaban y el más joven dijo “Esto es el infierno mismo!” a lo que su colega respondió “El infierno tiene clima llevadero… ¡esto es la cocina del infierno!” Pero también se habla de restaurantes, de bares y prostíbulos que le dieron nombre al área. En todo caso, imposible que un nombre tan atractivo no aparezca constantemente en cine y novelas de género negro. O neo-negro, sea eso lo que sea.

Sunday, October 3, 2010

12 angry men (Doce hombres en pugna)



Uno de los mejores amigos de mi papá se llama Arturo, a quien vine a conocer después de yo tener treinta años. Arturo era una especie de figura mítica: él y mi papá hicieron colegio y universidad juntos y las historias de adolescencia y adultez joven de mi papá están marcadas por esa amistad; más de una vez he tenido que oír esas anécdotas, como chiste, como recuerdo, como alguna forma de ejemplo (mi papá, como todos los papás del mundo, es triunfalista: alguien más sirve para ilustrar lo malo, aunque jamás ha usado las anécdotas de Arturo para este último fin).

Así que cuando conocí a Arturo fue como encontrarme con un fantasma; de tanto oír de él era como si no existiera, era como darle la mano a Pulgarcito o a Clark Kent, una figura que pasó de fantástica a real. Encima, cuando lo conocí, solo apareció: un día estaba sentado en la sala de mi casa y mi papá me dice “Salude a Arturo”. Yo sabía cuál Arturo aunque no me hubieran dicho nada, lo cual fue más desconcertante.

Arturo es lo que los colombianos llamamos “una cajita de música”. Tipo con una sonrisa constante y un aura social como pocas: cualquiera es su amigo íntimo a los cinco minutos. Dotado de una notable voz de baritono, da recitales como tal. Artista preso en el cuerpo de un abogado, disfruta los viajes de lujo pero no tiene problema en disfrutar en alguna ranchería.

Cuento esto porque conversando con él me contó que lo obsesionaba la objetividad: qué es la verdad. O usando sus palabras y decirlo más epistemológicamente, que es lo que es. Me contó una historia que después vi en Charlie Wilson’s War y que se resume en “para bien o para mal, sólo Dios lo sabe”: suben a un muchacho a un caballo, del que se cae y todos los amigos se conduelen de la mala suerte y el padre dice “Yo sólo sé que se subió al caballo, se cayó y se rompió una pierna”. Estalla la guerra y por tener la pierna rota no reclutan al muchacho, todos lo felicitan y el padre dice “Yo sólo sé que tenía una pierna rota y por eso no lo reclutaron”. Y así. Arturo se preguntaba ¿es buena o mala suerte caerse del caballo?

Toda esa historia porque 12 hombres en pugna (12 angry men) trata de eso: ¿qué es la verdad? ¿Qué es lo que es? La película no contesta esas preguntas, sino llevarnos a reflexionar sobre las consecuencias de lo que creemos saber. Y cómo la ley, a la que tanta fe le tenemos, es aplicada por personas falibles, con historias propias a las que no pueden renunciar pero por eso pueden terminar organizando una tragedia.

12 angry men fue en 1957 el debut como director de Sidney Lumet, cuatro veces nominado al Oscar a mejor director a lo largo de su carrera, empezando con esta película. Hecha en blanco y negro en la ola del cinemascope, la película no atrajo audiencias pero se convirtió en una de esas películas clásicas: el American Film Institute la tiene entre las 100 mejores de los últimos 100 años (#87), uno de los 50 héroes más notables del cine (#28), la segunda mejor película sobre dramas legales de todos los tiempos.

El tema, aunque ambicioso, es fácil de resumir: un muchacho de barriada está acusado de asesinar a su padre. La fiscalía ha hecho un excelente trabajo demostrando que él es el asesino y el castigo es la muerte. El veredicto tiene que ser unánime, sea para condenarlo o no; si no hay consenso el juicio será nulo y comenzar nuevamente. El jurado son 12 hombres, que entran a la sala de deliberaciones decididos a condenar al acusado: las pruebas en su contra son tan abrumadoras, que en 15 minutos se habrán librado del problema “y alcanzaré a ver el partido esta noche”, dice uno.


Sólo veremos al acusado y al juez unos segundos. No vemos el juicio, no vemos las pruebas, no hay nombres: sólo dos personajes van a tener nombre en los últimos segundos, lo demás son “el muchacho”, “el padre”, “la señora al otro lado de las vías del tren” etc. En una sala con una mesa y unas sillas se acomodan justas 12 personas.


Realmente lo que importa no es el juicio, ni si es culpable. Lo que importa es la responsabilidad de impartir justicia con nuestras falibles certezas. Considerando que el asunto está resuelto de antemano, uno de los jurados se autoproclama presidente, sugiere que todos voten y se vayan. Los que estén por la pena de muerte, que alcen la mano: uno, dos, tres… once. Uno de ellos, el jurado #8 (Henry Fonda) no.

El monólogo inicial de Fonda es inolvidable: no sabe si el muchacho sea culpable o no. Posiblemente sí sea culpable, sí mató a su padre (se niega a decir lo que él cree) pero si van a matar a alguien, y desde su punto de vista tanto da que ellos estén bajando o no el interruptor de la silla eléctrica, ellos lo están matando, al menos debieran darle la oportunidad de deliberarlo en serio. Quizá lleguen a la conclusión que habían tomado de antemano, pero él quiere saber que si una persona murió como consecuencia de su trabajo, que ese trabajo quede bien hecho.

Muchos conservadores claman que la película es un alegato contra la pena de muerte. Eso no es cierto y desapasionadamente cualquiera verá que no se menciona si está bien o no matar a alguien. En cambio, sí se afirma algo que creo que cualquiera aceptaría así sea a regañadientes: si se va a aplicar semejante pena, mejor que el trabajo quede bien. La cinta le pregunta a los espectadores: si usted no se fuera a limitar a hablar sobre las noticias, a opinar sobre lo divino y lo humano, sino que físicamente activara la silla eléctrica ¿no le gustaría estar seguro de lo que va a hacer, mientras el preso le suplica a usted, no al juez, no al sistema, a usted que no lo haga?


Cualquier seminario de negociación se beneficiaría de esta película. Como no se cansan de repetir mis profesores de Introducción al Derecho y de Teoría del Proceso, administrar justicia es delicado y majestuoso. Uno por uno los jurados van cambiando su posición por diferentes razones y desnudan sus bajezas o su grandeza. Al final no dicen inocente, sólo duda razonable. Y en una escena diminuta, dos de los jurados se encuentran al final y uno se le presenta al 8 como MCArdle, Fonda responde “Davis” y se quedan mirándose antes de gruñir y separarse sin despedirse: no entendieron para qué presentarse, no son amigos, no comparten causa. No volverán a verse, como indica el amplio plano del parque y ellos tomando direcciones opuestas. Y justicia servida.

Friday, April 9, 2010

Nacido el 4 de julio



Cuando la mayoría de la gente oye “manifestación estudiantil” se indigna porque esos gamberros son una pandilla de vándalos o si acaso jóvenes confundidos por oscuras fuerzas. A mí lo que esas palabras me producen es terror; a diferencia de la mayoría de mis amigos y amigas, que quieren que los pelafustanes de la policía vayan a enfrentarse con los pelafustanes de la universidad sin ellos mover un solo dedo pero reclamando que dejen su mundo en paz, yo puedo decir que he estado en una de esas manifestaciones. En la mitad. Y cuando es contra la voluntad de uno, es aterrador.

Cuando yo tenía ocho años las dependencias infantiles de mi colegio quedaban en un barrio con una sola vía de acceso que desembocaba a uno de los campus de la Universidad del Valle. Estamos hablando de 1978, una década de furioso movimiento estudiantil: los estudiantes no desaprovechaban ocasión para “hacer oir la voz de la universidad” y la universidad hablaba a pedradas. Salí en el bus de mi colegio y la polícía tenía acordonada la calle, nos dejaron pasar y en ese momento se desató el infierno. Los estudiantes se lanzaron sobre los policías y mi bus quedó atrapado en el choque. Se oían detonaciones. Gritos. Golpes contra el bus. Y se oía a treinta o cuarenta niños dentro del bus llorando a voz en cuello, donde el mayor de todos tendría diez años. No tengo idea cómo salimos de ahí pero el chofer, que no tengo idea cómo se llamaba, es uno de mis héroes personales aunque sea anónimo.

Ese día aprendí que las manifestaciones no son no como dicen los estudiantes ni los noticieros; es una batalla campal entre dos hordas y digan lo que digan no piensan en la gente que quedó en medio: las bajas civiles son el precio de la causa; los unos, para ofrendarles los heridos a la causa en Angola o en Laos y los otros para darles gusto a mis amigas de estrato seis y devolverles el orden que reclaman indignadas.



No puedo dejar de pensar en eso cuando veo Nacido el 4 de julio, una de las biblias de los manifestantes. Dirigida por Oliver Stone, le ganó en 1989 su segundo Oscar; para quienes no la han visto, Born on the 4th of july en sesenta segundos: Ron Kovic, nacido el cuatro de julio de 1946, inspirado por los discursos de Kennedy y su furibunda anticomunista madre (la de Kovic, no la de Kennedy) decide alistarse en los marines para ir a Vietnam, donde es herido y queda paralizado de por vida del pecho hacia abajo. Confinado a una silla de ruedas, empieza una larga transformación de donde saldrá un vociferante activista contra la guerra.


Si el espectador puede desnudarse de política, la película está bien contada y transmite su tragedia, que es de lo que se trata. Algunas de sus tomas se volvieron clichés, como las sombras de los soldados contra un sol anaranjado. Y su pueblo, con sus desfiles, sus niños rubios con banderitas, sus casitas de colores con cerca blanca y las charlas de cafeteria hablando de ir a Vietnam como si fuera ir al centro comercial son estupendas. Con eso ya hubiera sido una excelente película: la tragedia de un buen hijo, atleta destacado, sacado de la idílica vida de Long Island para meterlo a las junglas de Vietnam y devolvérselo a su familia paralítico. Lo que pasa es que Ron Kovic, el protagonista, existió, la película está basada en sus memorias y el libro es más que eso… y ese “más” era lo que quería Stone, que lleva a Kovic de Massapequah, New York, a Vietnam y lo vuelve a traer parapléjico en menos de 40 minutos en 145 minutos de película; lo demás es el Kovic activista que le interesa a Stone.


Allí Stone decidió convertirse en el director de los últimos 20 años: él no inventó el cine politizado, ni el cine es politizado cuando lo hace la izquierda pero una obra de arte si lo hace la derecha; Stone encontró que la gente hablaba más de sus películas si hacían escándalo y eso significaba taquilla. Muy pronto la derecha aprendería de la peor manera que debatirle no sólo no le hacía daño al director sino que empujaba a más gente a los teatros, dándole así dinero para su siguiente película.


Nacido el 4 de julio tiene dos problemas. El primero: tiene muchas lecturas, aunque toca estar atento a ellas. Es cierto, Kovic quiere ir a Vietnam porque todos los medios lo invitan a detener el comunismo; Vietnam igual se volvió comunista y Kovic volvió con un balazo. Es cierto, la derecha estudiantil y los aristócratas como Bush, Cheney, John Bolton, John Negroponte impulsaban la guerra sin asomarse por ella. Pero también es cierto que sus padres mandaron a Kovic a la guerra como soldadito de plomo y, en su etapa de manifestante, es cierto que acaba huyendo de la policía es por andar buscando a su novia de colegio (invento de la película, Kovic no la menciona en su libro), sin entender de qué hablaba ella. Todo hombre que haya acompañado a una chica, en plan de conquista, a un plan aburridísimo pretendiendo disfrutarlo entiende a Kovic.

Por otro lado, la película es mentirosa. No detalles menores para hacerla más cinematográfica, como cuando Kovic se rompe la pierna en el hospital y podemos ver las horrorosas condiciones con que USA trataba a sus veteranos. A Kovic jamás le pasó eso, pero el recurso es válido, porque es cierto que Estados Unidos trató a las patadas a sus soldados, a los que prácticamente les echó la culpa de haber perdido la guerra.

Pero la película tiene dos mentiras que harían que Stone descubriera su vena para el escándalo. Es cierto que en Estados Unidos había un vigoroso movimiento estudiantil en los 1960 y no era raro que acabaran enfrentados a la policía, pero el enfrentamiento en Syracuse no existió jamás. Kovic si participó, y no como espectador sino como orador, en otra manifestación, que debió deshacerse por una amenaza de bomba. El único sentido que tiene esa escena en la película, es mostrar pacíficos estudiantes brutalmente agredidos por la policía. La película ni siquiera pone a los estudiantes a responder el uso de fuerza: los pone a recibir garrote o a huir despavoridos, pero ni uno responde a la agresión, enfatizando que los manifestantes son “pacifistas”, el estado es “guerrerista” y apoyar al estado es ser guerrerista e inmoral.


Lo de la convención de Miami enfurece más a la derecha porque no sólo es mentiroso sino que le endosa faltas de los demócratas, sus enemigos jurados. Gracias al montaje, Kennedy aparece como el idealista mientras Nixon es el canalla que alargó la guerra. Así, en 1971 los manifestantes chocan con lo más cavernario de la derecha en plena convención republicana y son tratados de traidores y Kovic es arrojado al piso sin importar que sea un inválido. La verdad es que Kennedy metió a Estados Unidos a Vietnam y Nixon los sacó (es cierto que la alargó para asegurar la reelección). Pero lo más importante es que los eventos de Miami en la película no existieron nunca: Stone convenientemente no menciona que esos choques se parecen más a una convención, la demócrata, partido mucho más identificado con la izquierda, en Chicago en 1968.

En el fondo, Kovic defiende en lo que cree pero, como tantos inválidos, usa su condición para manipular y convertirse en un tirano; a quien tiraniza es a los espectadores. Y en un juego de espejos, Stone decidió manipularlo para que manipulara en el sentido que él sugirío y consiguió una película impactante pero tramposa, porque su impacto es deliberado, inevitable y prefabricado, como tocar un nervio en un diente.
Desde entonces Stone se ha convertido en un oportunista que desprecia al sistema del que se alimenta. Cuando los latinoamericanos quieran debatirle su película South of the border deberían recordar que eso es lo que él quiere. Stone hace películas divertidas y así hay que verlas, pero quien debata su visión política se mete en un juego que el juega mucho mejor. Él defiende a Chávez desde su mansión en California porque, como dice un empresario a quien no le gustaría verse citado “la pobreza con plata es llevadera”

Tuesday, April 6, 2010

Batman Inicia



Calvin dice en Calvin&Hobbes que lo malo de preguntarle cosas a su mamá es que siempre consigue una respuesta apocalíptica. Como mi mamá.


Como a los 9 años tenía una obsesión por los superhéroes que merecidamente me ganó las burlas de mis amigos, aunque eso lo digo ahora; en ese momento era mortificante. Hacia los 12 era una autoridad en biografía, enemigos, y atributos de personajes como Superman, los de segunda línea como Flash, de tercera como Atom. Por si acaso, incluía a Supertribi, el Super Ratón y Patomás.

Cuando mis amigos empezaron las exploraciones adolescentes pero yo no mi mamá se alarmó. Soy tímido, mi éxito con las mujeres no se parece al de mis arrasadores actuales dos mejores amigos, pero en esa época era un analfabeta social que dibujaba barcos, aviones, fortalezas para superhéroes. Súmenle que era bajito y escuálido; mi mamá despejó la ecuación superhéroes + no come + escuincle – niñas = gravísimo y me llevó a un endocrinólogo… me diagnosticó un tumor y casi me abren la cabeza en Boston. Con cinco centímetros más, cinco kilos más y cinco minutos pensando en alguna niña en vez de Superman, no hubiera conocido EPCOT recién inaugurado, así que tengo razones para aceptar que mi mamá estaba ejerciendo su empleo, amar a los superhéroes y desconfiar de los médicos. Con esos antecedentes vi Batman begins.


Batman en sesenta segundos: Bruce Wayne es hijo de un millonario filántropo; una noche son asaltados y sus padres asesinados. El muchacho jura venganza, se prepara en artes marciales y ciencias forenses y se propone limpiar del crimen a Ciudad Gótica ocultando su identidad, disfrazado de murciélago. Los superpoderes de Batman le vienen de una fortuna ilimitada con la que compra artículos únicos y ejecuta su trabajo protegido por su mayordomo inglés, Alfred Pennyworth. Pero Begins es un estudio de cómo salvar una marca arruinada: es la historia del ascenso, caída y redención de un personaje que pasó de vender un millón de comics semanales a casi ser eliminado.

Luego del éxito de Superman en Action Comics las directivas ordenaron más superhéroes. Batman, la respuesta de Bob Kane apareció en Detective Comics en 1939. Mientras Superman bebió de mitología clásica, Kane se alimentó de los pulp magazines, el cine negro y radionovelas como El Zorro para hacer “el detective más grande del mundo”, pero como debía apuntarle a la gente que compraba Superman, no a Agatha Christie, Kane necesitaba un mundo para su superdetective.

El cine negro y novelistas como Raymond Chandler ya habían mostrado la corrupción que acezaba bajo el sueño americano. A partir de ahí Kane creó una ciudad decadente, inspirada por la depresión de los 1930, donde la gente se volvía asesina para alimentarse y la mafia era rampante. Gotham City está llena de villanos que son un estudio de personalidad de sujetos enloquecidos pero posibles y eso dio credibilidad a Batman, el único auténticamente imposible en el batiuniverso.

Eso fue Batman hasta empezar una mutación en 1957, cuando los directivos, magísteres en mercadeo, ordenaron “renovarlo” porque el público quería ciencia ficción y mandaron a Batman a pelear con marcianos con el resultado esperado: en 1964 las ventas eran menos del 20% de las de 1950 y los mercadotecnistas afirmaron que Batman era caso perdido. Ni pensar que eran ellos y sus ideas los que no servían.

Es lo malo de poner a vender comics a alguien que sabe de administración pero no de comics. La serie se salvó porque Julius Schwartz pidió para ella una oportunidad. Él no esperaba las ventas de los 1940, pero sí recuperar a los fanáticos que habían perdido interés cuando Batman se fue en baticohete a recorrer galaxias. Cuando lo consiguió los de la sala directiva volvieron con otra idea y le dijeron a Schwartz que, no habiendo hecho ni un infeliz focus group, lo suyo fue suerte.


La idea fue hacer una serie para televisión en 1966. De ser un tipo imponente Batman se volvió un tipo más bien bajito, algo pasado de peso y con capa plástica que insinuaba que su homosexualidad eran cierta, para complacer al movimiento gay. La serie tuvo éxito en ambos propósitos: nunca se habían vendido tantos comics y el personaje casi se muere. Los 1970 y 1980 vieron desesperados intentos por devolverle su tono pero el caso parecía perdido; 1985 fue el peor año en ventas. Entonces Frank Miller decidió que para salvarlo había que arreglar sus raíces y revisó la biografía del personaje.


Resultó un Batman sin ética de boy scout. Hasta ese momento sus contradicciones morales habían sido pasadas por alto, al fin y al cabo es una apología de la venganza de un individuo que usa su fortuna para hacer justicia propia. Luego de esta transformación Batman fue un sujeto angustiado, sin muy buena opinión de sí mismo y sólo lo redimía el recuerdo de su padre, un modelo inalcanzable y perdido.

Quitando consideraciones religiosas, desde el punto de vista narrativo, Jesucristo funciona como un superhéroe y sus “años perdidos” causan fascinación. Superman ya se había beneficiado de un personaje alternativo, Superboy, pero no puede haber un “Batiboy” porque resultaría un huérfano traumatizado a partes iguales por no tener padres y las tareas de biología. Pero sí era posible responder ¿de dónde salió Batman? Miller arrancó de ahí, como si no existieran los desafortunados años entre 1957 y 1985.


El público respondió y la consagración llegaría con el Batman de Tim Burton en 1989. Burton, un genio del cine, a veces se engolosina y se vuelve director de arte; al lado de obras estupendas produce meros ejercicios visuales como El planeta de los simios. Batman está entre ambas cosas. Detesté el casting de Michael Keaton y mi odio se volvió fobia cuando en una escena le coge impunemente una teta a Kim Bassinger (no me pidan que le diga “seno” a esa belleza) pero a cambio Jack Nicholson hace un buen Guasón y la enloquecida decadencia art deco de Gotham City le quedó soberbia.

Batman se estaba recuperando, pero faltaba otro golpe, Batman y Robin de 1997. Otra vez los mercadotecnistas casi lo matan: había que darle al público lo que quería: a Arnold Schwarzzenegger, a Robin, incluir alguna mujer, todo en manos de un director como Joel Schumacher, siempre dispuesto a hacerle caso a lo que el público quiere. Resultó un cataclismo y Warner casi cancela la serie para siempre.

La apuesta de Christopher Nolan con Begins fue sencilla pero efectiva: recuperar la estética macabra de Burton sin su preciosismo, pidiéndole al público como había hecho Miller en los comics que olvidara los intentos anteriores y recomenzar la serie, privilegiando la historia, que fue más bien débil en 1989. Begins son “los años perdidos”: Batman aprende a ser ninja en Bután (el sucesor de moda del Tíbet); Gotham City es más decadente que nunca y Wayne Manor es la Mentmore Towers de Inglaterra, la cual Nolan “incendia” hasta los cimientos. Es la más reciente recuperación de Batman, quiera Dios hacerle el favor de mantener lejos a sus archienemigos, la gente de marketing, ante los que el pobre está indefenso

Tuesday, March 30, 2010

La ley del silencio

La primera vez que vi a Marlon Brando yo tenía ocho años y él era el papá de Kal-El, decidido a convencer a sus complanetarios de la inminente destrucción de su mundo. Nadie le hace caso, el planeta estalla y sólo sobrevive Kal-El, despachado a la tierra en una cuna parecida a los cristales de cuarzo. Kal-El es Superman y era el único con ese nombre en la guía telefónica hasta que a Nicolas Cage le dio por ponerle así a su hijo.

Ese fue mi encuentro con Marlon Brando, pero el héroe de la película no fue él. Ni Christopher Reeve. Fue mi papá. Resulta que me llevó al estreno, la cola era larga y mi papá, que me ha transmitido su odio por las filas, dio un suspiro y se dispuso al sacrificio supremo. En esas una persona lo saludó muy amablemente, algo hablaron y de pronto mi papá me tomó de la mano, seguimos a la señora, nos abrieron una puerta lateral del teatro y entramos de primeros, sin pagar boleta, a elegir el puesto que nos diera la gana. Nunca más me ha pasado nada parecido pero si algún día tuve claro que mi papá conocía gente muy importante y merecía ser mi héroe fue ese día.


Años despúes vería El Padrino, Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, El hombre del rostro impenetrable y esas parodias de sí mismo que hizo Brando en Negocios Familiares y Don Juan DeMarco. Sin embargo, la película que lo hizo fue On the Waterfront, en 1954. En español se llamó Nido de ratas o La Ley del silencio.


On the waterfront es una historia mil veces vista, su encanto no viene de su trama sino de sus actuaciones. Terry Malloy (Marlon Brando) es un boxeador que ahora trabaja de estibador en los muelles de controlados por un sindicato corrupto dominado por la mafia. Su hermano mayor es el abogado del jefe mafioso y el mismo que hace años le pidió a su hermano que perdiera a propósito una pelea para que la mafia ganara dinero con las apuestas. Brando obedece, arruina su vida y ahora es un muchacho sin futuro; un día participa involuntariamente en el asesinato de un amigo que va a testificar, abre los ojos ante la corrupción y ayudado por la muchacha de la que se enamora y del cura, se enfrenta al gran jefe mafioso, tanto en los estrados como a golpes en la escena culminante en los muelles. Y ya. ¿Cuántas veces no hemos visto esa misma historia?


La película fue filmada en Hoboken, New Jersey. Todas las ciudades tienen barrios como ese y la cinta tiene éxito mostrando su atmósfera, con iglesia de pretensiones góticas, un gran parque y calles amplias que parecen avenidas de suburbio. On the waterfront sólo puede ocurrir en un lugar así, pues detrás de los columpios y esas amplias calles hay un laberinto de azoteas, escaleras de incendios inútiles, antenas de televisión cada pocos metros y edificios achaparrados de ventanas feamente enrejadas, los cuales forman una telaraña asfixiante.


La presentación de la historia, aunque ahora sea intemporal, era muy actual en ese momento. Estados Unidos es un país levantado sobre su clase obrera y sus inmigrantes y la película trata de ambas cosas. Tiene cierta lógica que si un irlandés o un italiano llegaba al país sin nada, sin conocer a nadie, se quedara en la ciudad donde llegaba. Es la misma lógica de los desplazados por la violencia en todas partes, incluyendo mi pais. ¿Qué tenían para ofrecer? Fuerza. Los muelles eran un lugar natural para aplicarla y los sindicatos el medio lógico para defenderse de los abusos. Así que era lógico que la mafia y los políticos vieran el gran negocio que era controlar esos sindicatos.



La película se hace una pregunta que vale la pena siempre que uno no se ponga de extremista: el sindicalismo es necesario, claro, o estaríamos con jornadas de 16 horas diarias por diez centavos. Pero una cosa es el sindicalismo, otra los sindicatos. ¿En serio defienden a sus afiliados, o son otro instrumento para aplastarlos a cambio de migajas (trabajo en el muelle, en la película) para que sigan en el redil? En un diálogo aparece una pregunta que mucha gente se ha hecho: “Si podemos tomar una parte de todos los negocios que se hacen en los muelles ¿no significa que es nuestro derecho tomarla?” Se refiere, y lo sabe el que habla, a porciones ilegales.


Una primera reflexión tiene que ver con la cacería de comunistas de los Estados Unidos en los 1950. En medio de la histeria Hollywood fue un blanco notorio. Para los artistas siempre ha sido de buen tono parecer políticamente incorrectos y alejados del poder; para un intelectual merecer el título tiene que ser de izquierdas, aunque escriba sus artículos en la gran prensa, publique (o anhele hacerlo) sus libros en editoriales capitalistas y vomite su odio contra el sistema en televisión patrocinado por la banca. Hollywood no fue la excepción y algunos encontraron el gran chiste en afiliarse al Partido Comunista, de cuyas reuniones salían a sus casitas en Beverly Hills. Ese chiste saldría a perseguirlos como un fantasma en los 1950 de la guerra fría.




No hay nada más serio que un político decidido a demostrar que sirve, así que el senado citó unas sicodélicas audiencias durante las que bastaba que un acusado mencionara a alguien para que la segunda persona fuera llamada a demostrar su lealtad a los valores de Dios, la Patria y la Coca-Cola y citara otros nombres. Es difícil prevalecer en un juicio donde uno tiene que defenderse de un delito retroactivo que ni siquiera es delito. Aquellos que rechazaban dar nombres veían su vida destruida: nadie volvía a contratarlos para no enfurecer al senado, los colegios de sus hijos les notificaban que tenían que recortar cupos y su hijo tenía que quedar por fuera, sus amigos dejaban de pasar por su casa o responder sus llamadas del susto de ser etiquetados de “amigos de un comunista”.


Henry Kissinger defendió el golpe de estado en Chile diciendo que no veía por qué Estados Unidos debía dejar que un país se volviera comunista por la irresponsabilidad de su pueblo. Una observaciónsimilar cabe aquí: algunos académicos creen que sin esas audiencias Estados Unidos hubiera acabado comunista. Dejando de lado argumentos morales, la historia ha demostrado que no hay un solo régimen comunista que haya tenido éxito creando riqueza para sus masas, ni siquiera la actual China, que crea riqueza para el estado, lo cual es distinto. Digamos que la gente educada, la élite estudia historia (rara vez, pero hagamos de cuenta). ¿Pueden los senadores de un país democrático reprimir con extrema crueldad sicológica el rumbo que quieren tomar sus nacionales, de quienes son sirvientes y no jefes?


Elia Kazan, el director de On the Waterfront resolvió que ese programa de ver su vida destruida no le gustaba y participó en las audiencias de los comités del senado señalando amigos suyos, antiguos militantes del partido. El resultado fue que los intelectuales de Hollywood le hicieron el vacío (por supuesto, a los denunciados uno diría que alguna razón les cabía) pero Kazan pudo seguir haciendo tranquilamente cine.




Aunque la historia de On the Waterfront es “real” (inspirada en artículos ganadores del Pulitzer) era el alegato de Kazan contra la élite de izquierdas: él no quería una película de un tema candente, su obra es el alegato con que les grita a sus antiguos amigos, sin pedirles perdón, que no siempre está mal ser un soplón ni denunciar a tus amigos. ¿Exagerado comparar denunciar una mafia con denunciar las creencias de algunas personas? No falta quien diga que las élites intelectuales, los partidos políticos, los sindicatos o la comunidad de los medios de comunicación son mafias que asesinan más sutilmente que a balazos. Uno puede estar de acuerdo o no con Kazan, pero él tiene derecho a defender su punto y lo que hizo. Tan de buenas que le salió una de las películas más importantes de todos los tiempos.

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