Tuesday, March 30, 2010

La ley del silencio

La primera vez que vi a Marlon Brando yo tenía ocho años y él era el papá de Kal-El, decidido a convencer a sus complanetarios de la inminente destrucción de su mundo. Nadie le hace caso, el planeta estalla y sólo sobrevive Kal-El, despachado a la tierra en una cuna parecida a los cristales de cuarzo. Kal-El es Superman y era el único con ese nombre en la guía telefónica hasta que a Nicolas Cage le dio por ponerle así a su hijo.

Ese fue mi encuentro con Marlon Brando, pero el héroe de la película no fue él. Ni Christopher Reeve. Fue mi papá. Resulta que me llevó al estreno, la cola era larga y mi papá, que me ha transmitido su odio por las filas, dio un suspiro y se dispuso al sacrificio supremo. En esas una persona lo saludó muy amablemente, algo hablaron y de pronto mi papá me tomó de la mano, seguimos a la señora, nos abrieron una puerta lateral del teatro y entramos de primeros, sin pagar boleta, a elegir el puesto que nos diera la gana. Nunca más me ha pasado nada parecido pero si algún día tuve claro que mi papá conocía gente muy importante y merecía ser mi héroe fue ese día.


Años despúes vería El Padrino, Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, El hombre del rostro impenetrable y esas parodias de sí mismo que hizo Brando en Negocios Familiares y Don Juan DeMarco. Sin embargo, la película que lo hizo fue On the Waterfront, en 1954. En español se llamó Nido de ratas o La Ley del silencio.


On the waterfront es una historia mil veces vista, su encanto no viene de su trama sino de sus actuaciones. Terry Malloy (Marlon Brando) es un boxeador que ahora trabaja de estibador en los muelles de controlados por un sindicato corrupto dominado por la mafia. Su hermano mayor es el abogado del jefe mafioso y el mismo que hace años le pidió a su hermano que perdiera a propósito una pelea para que la mafia ganara dinero con las apuestas. Brando obedece, arruina su vida y ahora es un muchacho sin futuro; un día participa involuntariamente en el asesinato de un amigo que va a testificar, abre los ojos ante la corrupción y ayudado por la muchacha de la que se enamora y del cura, se enfrenta al gran jefe mafioso, tanto en los estrados como a golpes en la escena culminante en los muelles. Y ya. ¿Cuántas veces no hemos visto esa misma historia?


La película fue filmada en Hoboken, New Jersey. Todas las ciudades tienen barrios como ese y la cinta tiene éxito mostrando su atmósfera, con iglesia de pretensiones góticas, un gran parque y calles amplias que parecen avenidas de suburbio. On the waterfront sólo puede ocurrir en un lugar así, pues detrás de los columpios y esas amplias calles hay un laberinto de azoteas, escaleras de incendios inútiles, antenas de televisión cada pocos metros y edificios achaparrados de ventanas feamente enrejadas, los cuales forman una telaraña asfixiante.


La presentación de la historia, aunque ahora sea intemporal, era muy actual en ese momento. Estados Unidos es un país levantado sobre su clase obrera y sus inmigrantes y la película trata de ambas cosas. Tiene cierta lógica que si un irlandés o un italiano llegaba al país sin nada, sin conocer a nadie, se quedara en la ciudad donde llegaba. Es la misma lógica de los desplazados por la violencia en todas partes, incluyendo mi pais. ¿Qué tenían para ofrecer? Fuerza. Los muelles eran un lugar natural para aplicarla y los sindicatos el medio lógico para defenderse de los abusos. Así que era lógico que la mafia y los políticos vieran el gran negocio que era controlar esos sindicatos.



La película se hace una pregunta que vale la pena siempre que uno no se ponga de extremista: el sindicalismo es necesario, claro, o estaríamos con jornadas de 16 horas diarias por diez centavos. Pero una cosa es el sindicalismo, otra los sindicatos. ¿En serio defienden a sus afiliados, o son otro instrumento para aplastarlos a cambio de migajas (trabajo en el muelle, en la película) para que sigan en el redil? En un diálogo aparece una pregunta que mucha gente se ha hecho: “Si podemos tomar una parte de todos los negocios que se hacen en los muelles ¿no significa que es nuestro derecho tomarla?” Se refiere, y lo sabe el que habla, a porciones ilegales.


Una primera reflexión tiene que ver con la cacería de comunistas de los Estados Unidos en los 1950. En medio de la histeria Hollywood fue un blanco notorio. Para los artistas siempre ha sido de buen tono parecer políticamente incorrectos y alejados del poder; para un intelectual merecer el título tiene que ser de izquierdas, aunque escriba sus artículos en la gran prensa, publique (o anhele hacerlo) sus libros en editoriales capitalistas y vomite su odio contra el sistema en televisión patrocinado por la banca. Hollywood no fue la excepción y algunos encontraron el gran chiste en afiliarse al Partido Comunista, de cuyas reuniones salían a sus casitas en Beverly Hills. Ese chiste saldría a perseguirlos como un fantasma en los 1950 de la guerra fría.




No hay nada más serio que un político decidido a demostrar que sirve, así que el senado citó unas sicodélicas audiencias durante las que bastaba que un acusado mencionara a alguien para que la segunda persona fuera llamada a demostrar su lealtad a los valores de Dios, la Patria y la Coca-Cola y citara otros nombres. Es difícil prevalecer en un juicio donde uno tiene que defenderse de un delito retroactivo que ni siquiera es delito. Aquellos que rechazaban dar nombres veían su vida destruida: nadie volvía a contratarlos para no enfurecer al senado, los colegios de sus hijos les notificaban que tenían que recortar cupos y su hijo tenía que quedar por fuera, sus amigos dejaban de pasar por su casa o responder sus llamadas del susto de ser etiquetados de “amigos de un comunista”.


Henry Kissinger defendió el golpe de estado en Chile diciendo que no veía por qué Estados Unidos debía dejar que un país se volviera comunista por la irresponsabilidad de su pueblo. Una observaciónsimilar cabe aquí: algunos académicos creen que sin esas audiencias Estados Unidos hubiera acabado comunista. Dejando de lado argumentos morales, la historia ha demostrado que no hay un solo régimen comunista que haya tenido éxito creando riqueza para sus masas, ni siquiera la actual China, que crea riqueza para el estado, lo cual es distinto. Digamos que la gente educada, la élite estudia historia (rara vez, pero hagamos de cuenta). ¿Pueden los senadores de un país democrático reprimir con extrema crueldad sicológica el rumbo que quieren tomar sus nacionales, de quienes son sirvientes y no jefes?


Elia Kazan, el director de On the Waterfront resolvió que ese programa de ver su vida destruida no le gustaba y participó en las audiencias de los comités del senado señalando amigos suyos, antiguos militantes del partido. El resultado fue que los intelectuales de Hollywood le hicieron el vacío (por supuesto, a los denunciados uno diría que alguna razón les cabía) pero Kazan pudo seguir haciendo tranquilamente cine.




Aunque la historia de On the Waterfront es “real” (inspirada en artículos ganadores del Pulitzer) era el alegato de Kazan contra la élite de izquierdas: él no quería una película de un tema candente, su obra es el alegato con que les grita a sus antiguos amigos, sin pedirles perdón, que no siempre está mal ser un soplón ni denunciar a tus amigos. ¿Exagerado comparar denunciar una mafia con denunciar las creencias de algunas personas? No falta quien diga que las élites intelectuales, los partidos políticos, los sindicatos o la comunidad de los medios de comunicación son mafias que asesinan más sutilmente que a balazos. Uno puede estar de acuerdo o no con Kazan, pero él tiene derecho a defender su punto y lo que hizo. Tan de buenas que le salió una de las películas más importantes de todos los tiempos.

Friday, March 26, 2010

S1m0ne


Habiendo desperdiciado cinco años en comunicación social para graduarme con honores (¿?), mi carrera me dejó amigos en el mundo del espectáculo, la farándula y las noticias. Uno de mis compañeros que llegó a una fiesta organizada tiempo después de graduarnos trabajaba en una de las emisoras de pop/rock más famosas, Radioactiva.

Durante los ochenta la SuperEstación 88,9 colonizó el FM en Bogotá. Esa música llegó tarde a nuestros diales; el pop/rock entró de manera casi clandestina por emisoras de AM tan fáciles de sintonizar como la radio Europa Libre detrás del Telón de Acero. Sólo cuando Da ya think I’m sexy de Rod Stewart y Rasputin de Bonney M sonaron hasta la saciedad y hasta una crema dental regalara el supersencillo los medios vieron que estaban perdiendo plata. 88,9 reinó hasta 1989, cuando surgió Radioactiva; para 1995 la guerra había terminado con la derrota total del pop/rock, aplastado por el cross over. Ese año nos reencontramos varios de la universidad.

Alejandro, mi amigo, llegó con una chica que yo no conocía (enfatizo el “yo”). Él trabajaba en Radioactiva, ella no era muy alta. Tenía pelo ondulado, se reía de todo. Tendría 18 años. Tenía acento costeño y había entrenado su voz para darle un curioso vibrato ronco. Vivía por épocas en Bogotá, como ahora que estaba haciendo postproducción de un disco en el cual tenía fe; después haría una gira (no había terminado el disco y ya hablaba de giras, pensé conmovido) y esperaba que fuéramos a verla. Prometimos que sí. Una hora después la fueron a recoger, nadie volvió a pensar en ella. Nunca más. ¡Ah! Un detallito: se llamaba Shakira y el álbum era Pies Descalzos.


Cuento todo esto porque luego de verme S1m0ne en 2002 me quede pensando que me consta que Shakira existe porque yo la vi en ese apartamento. Pero ¿me consta que Madonna exista? ¿O Gabriel García Márquez? ¿O Bill Gates? Debajo de su presentación sin pretensiones y haciéndonos por momentos peticiones desmesuradas. esta película no es tanto una sátira como la ocasión de preguntarnos por qué creemos.

En otras manos la película hubiera sido mejor y si no hubiera tenido a Al Pacino se hunde; necesita ocasionalmente piedad del espectador y de 1 a 10 le pongo 6 algo. Pero hay películas a las que vale la pena sumarles sus propuestas. Andrew Nicol, un fanático del paranoide universo de Philip K. Dick venía de escribir Truman Show y por querer una película más liviana, ahuyentó a sus espectadores naturales sin atraer nuevos.



Viktor Teransky (Al Pacino) es un director en decadencia con relaciones conflictivas con “el sistema”: anhela su reconocimiento pero detesta hacer películas comerciales; él anhela ese cine de de estrellas como Audrey Hepburn y de filtros de colores que deben lograr que la audiencia se pregunte lo que el director quiso decir. La película comienza con un choque humillante con su actriz protagonista y el estudio decide, en cabeza de la ex mujer de Terensky, que ya ha tenido suficiente de visión artística y lo despide.

Pero no será la última palabra. Un genio informático (asesinado por su creación, pues las radiaciones del computador le produjeron un tumor) le deja una curiosa herencia: un programa de simulación que contiene una mujer y un caudal de referencias cinematográficas para alimentar las habilidades actorales, la personalidad y rasgos físicos de la chica. Se llama SIMulation ONE o Simone. Teransky usa el programa para crear una mujer e insertarla en la cinta que le costó su trabajo.


Su actuación vuelve a Simone en una celebridad instantánea. Los grandes nombres del cine quieren trabajar con ella; todas las revistas la quieren. Superficialmente la comedia trata de los líos de Al Pacino para mantener vivo el mito sin presentarla fuera de una pantalla. Simone tiene su perfume, hace caridad en el Tercer Mundo, un concierto suyo se retransmite en las pirámides. Es nominada por dos películas al Oscar (sus contendientes tienen nombres como Corel, Mac y Lotus). Al final, Teransky ve que Simone le ha robado su vida y decide “matarla”. El final no lo cuento.

He visto informáticos clamar que Simone se ve falsa, que la película no entiende de synthespian. Que es acartonada, que el éxito que le pintan en la película es inexplicable. Es cierto, pero la película no es sobre tecnología, es una disculpa; los que alegan estas falencias quizá se preguntan por qué la kriptonita tiene una radiación específica sólo para Superman. Así como la novela total no existe, la película acerca de todo tampoco; siempre hay cosas necesarias para sentar la escena, pero la historia no trata de ellas.


Sus temas y preguntas son otras, aunque por el tono de comedia desperdicia varios de ellos ¿Y si tu cantante/banda/actor/escritor favorito no existe? En 1989 la música vivió un debate que no acaba: cuando se descubrió que Milli Vanilli, que ganó un Grammy, eran la fachada de unos músicos invisibles que el productor pensaba que no tenían imagen comercial, el mundo se preguntó ¿eso es válido? Los “auténtico Milli Vanilli” dieron una penosa gira que probó que entre bambalinas les iba mejor, pero el público que había comprado los discos antes de enterarse del engaño ¿ qué había comprado?

Y está la voracidad con la que el público consume estrellas. S1m0ne muestra lo artificiosas que son las películas de Teransky pero cuando las revistas desatan la histeria nadie se detiene a pensar. ¿Es exagerado que una actriz de gesto inhumano y plastificada desate esa histeria? Tal vez, pero ése es el punto. Hace años vi la principal calle de Bogotá bloqueada por una muchedumbre deseosa de ver entrar a su hotel a Samantha Fox, una cantante que nadie recuerda, con un solo “éxito”. Esa parálisis muestra el músculo de los medios y es lo que se ve en S1m0ne.

La película reedita el mito de Pigmalión, el escultor que crea algo tan perfecto que le da vida y su obra lo mata, como en otro ejemplo, Frankenstein (es fama que Miguel Ángel le dio un martillazo a su Moisés en la rodilla y le dijo ¡Habla!). Simone es la posibilidad de reunir en una persona lo mejor de muchas. ¿Qué pasaría si pudiéramos tener alguien hecho de pedacitos y cada pedacito resonara con una persona? Lo demás que tenga o no no importaría. Y eso era Simone: si alguien fuera así ¿de qué tamaño sería su éxito? Posiblemente la película no exageró, se quedó corta por su director novato.


Comentario al margen. La escena inicial muestra a Teransky sacando los dulces de cereza de un paquete surtido, como exigía la diva en su contrato. Esa escena hace referencia a un evento olvidado. El grupo que inventó los supermontajes de los actuales conciertos es Van Halen, que llevó su show de dos camiones de equipo a diez de 18 ejes con una cantidad de demandas técnicas enorme en el contrato entre las que aparecía perdida “habrá un tazón de M&Ms retirando los cafés, so pena de que el concierto pueda ser cancelado y que cualquier daño sea responsabilidad del organizador”.

David Lee Roth, el vocalista, cuenta que siempre que encontraba chocolates cafés sabía que el empresario no había leído el contrato y habría problemas. En un caso extremo, en la Universidad de Colorado armaron el concierto en una cancha de basket con piso de madera, incapaz de aguantar la tarima. Roth, al ver el escenario (que se hundió) encontró tras bambalinas los M&Ms café y, cuál actor shakesperiano empezó “¡Pardiez! ¿Qué habéis puesto ante mí?” mientras destruía los camerinos y sumaba impunemente doce mil dólares a la cuenta. Por esa época dijo que fue muy divertido, supongo que sí.

Tuesday, March 23, 2010

Play it again, Sam (Sueños de un seductor)



En 1990 para un hombre ser reconocido como inteligente estaba obligado a ver cine de la nueva ola francesa y subrayar El lobo estepario. En descargos masculinos, o al menos en el mío, hay que decir que esta actitud no era enteramente elección nuestra: Aristoteles Onassis dijo que si no existieran las mujeres todo el dinero del mundo no tendría sentido; alargando las cosas, sin ellas sería innecesaria esa lánguida pose de inteligencia. Y a los veinte años, me desmienten, uno está dispuesto a recurrir a todo para aumentar sus posibilidades de conseguir una cita. Bueno, en ese punto estaba yo.

Había (creo que todavía) una figura que todo sujeto con pose de poeta maldito tenía que conocer y, de ser posible, tener un poster suyo en un apartamento con pretensiones del parisino Barrio Latino: Woody Allen. Si le sumaba un libro de poesías de Rimbaud en francés, un mechón emo sobre la frente aunque no existían los emos, algún conocimiento de boleros y un BMW el tipo estaba armado.

Debo confesarlo: no me gustaba el cine de Woody Allen y, aunque ahora le reconozco películas brillantes, no veo en él el monstruo que algunos ven. Pero estaba aburrido de que me dijeran “Te viste x película?” y cuando yo decía “No” me respondían “Ah! Es que esa es la que vale la pena!” Para evitar eso me dediqué a ver tanto cine de Allen como podía, empujándomelo garganta abajo.

En ese contexto, una noche haciendo nada con mi amigo Francisco Javier, dando vueltas en carro como sólo puede hacerse a los 19 años y uno no ha tocado un volante en meses (yo estudiaba en otra ciudad y la teoría de mi papá es que como yo no había hecho ejercicio nunca me convenía caminar…) me dice Francisco “Te presento a Adriana O?” Él había estado hablando de ella sin demasiado entusiasmo, así que sin demasiado entusiasmo y a falta de algo mejor que hacer acepté.


Llegamos a la casa, abrió…¿Cuál es el grado superior a “una mujer de bandera”? Llevaba una camiseta apretada, unos shorts también blancos, cara espectacular, abundante melena negra, ojos enormes… Como diría Les Luthiers, tenía lomo sapiens, talón de Aquiles, palma de Mallorca, nalgas marinas, frente popular. Y empezamos a hablar. Y ella dijo que le gustaba Money de Pink Floyd y hablamos sobre Dark side of the moon. Y dijo que le gustaba Sting y debatimos si había hecho bien dejando The Police. Y dijo que le gustaba Woody Allen…

Francisco me miró con gesto malévolo. Perverso. De hijo de perra, para que nos aclaremos. Él sabía de mi aversión. Había llegado el momento de cantarme “When you come down, you must come down in flames”. Yo no lo pensé por un momento, había que plantar los pies y defender lo que yo creía. Y lo que yo creía es que esa mujer estaba buenísima y afirmé “¡A mí me encanta el cine de Woody Allen!” Cada que ella mencionaba una película yo me la había visto y eso me valió un “¡Pero sabes bastante! Algún día podemos ir a cine” Francisco no me denunció en ese mismo momento porque en pocos días yo tendría que devolverme a seguir haciendo en la ciudad donde estudiaba el ejercicio que tanto entusiasmaba a mi papá que yo hiciera.

En la charla surgió Play it again, Sam, Sueños de un seductor en español, que me había gustado pero se volvió estratosféricamente favorita cuando Adriana vio que la conocía. Fue una especie de prueba para ver si yo de verdad sabia o sólo fingía como cualquier otro baboso en plan de llamar su atención, un ardid bajo y sucio del cual estaba cansada. Yo la apoyé, ¡qué ruines son algunos hombres!

La película carece de ese humor sutil que caracteriza la obra de Allen, muchos de sus chistes son agresivamente repetitivos, exagerados y de la familia de los pasteles en la cara; la sensación de la pena ajena no es extraña. Pero todos sus temas ya se encuentran ahí: las neurosis de clase media, la soledad de las ciudades, las creencias religiosas en las relaciones, el jazz, el cine. Esta película es algo así como su Big Bang.

Pero Alan Felix es un personaje con el que no es difícil identificarse. Es un crítico de cine y su mujer lo deja porque es un “espectador”, no participa, no hace nada aparte de ver cine, en especial Casablanca, que lo obsesiona. Para sacarlo de su encierro luego del divorcio un matrimonio amigo se propone conseguirle citas a ciegas, tarea a la que se aplica Linda (Diane Keaton), que trabaja en modelaje. Nuestra película comienza con Felix viendo el final de su cinta favorita, cuatro minutos donde aparecen tres de las 100 frases más famosas de la historia del cine según la AFI


El predecible dilema es que los esfuerzos para conseguirle una cita a Felix, que sabe de cine, chocan con que no sabe nada de la vida real. Ese tema lo hemos visto mil veces, pero esta película tiene un giro interesante: Felix ve cine hasta cuando no lo está viendo y desearía tener la pose de macho de Humphrey Bogart, al que ve en todas partes y recibe de él consejos para conquistar chicas. Por ejemplo, que no estaría mal abofetearlas. En una cita le aconseja lo que tiene que decir y cómo moverse mientras el angustiado Felix le dice “¡Tienes que estar bromeando!"

El que diga que no ha estado parado donde él está ni ha tenido en algún momento un modelo de rol imaginario miente. La torperza de Alan Felix aparece siempre que él quiere impresionar, cuando quiere parecer hombre de mundo. Tratando de ponerse un saco con gesto de barón inglés sólo consigue tirarlo al piso; por apoyarse en una repisa con gesto de dandy la derriba. Cuando le pregunta a una chica qué hará el sábado y ella responde muy existencial “Suicidarme” él asientey pregunta “Y el viernes?"


Felix tiene que decidir si impresionar poniendo a Oscar Petersen o el concierto número cuatro para cuerdas de Bartok. Sin llegar al extremo pedante intencionalmente cómico de este dilema, no conozco a un solo hombre que no haya sentido la pulsión de elegir la música que va a poner en una cita como si musicalizara una película. Y conozco a varios que se proponen lograr un desorden “casual” que les toma horas para que ella no crea que él la esperaba. En Marketing me enseñaron que todo atributo que uno le ponga a un producto y resulte invisible para el cliente es un desperdicio; difícilmente hay una actividad con más atributos desperdiciados que la fase de conquista.

Al final Allen entiende que su salvación es ser él mismo, cuando la única mujer que se enamora de él es la de su amigo, la que le ha organizado esas citas funestas. Y se enamora porque con ella nunca aparenta nada: Felix no le ve nada de malo a intercambiar con ella recetas para calmar la ansiedad como mezclar Librium con jugo de tomate… Lo único sutil de esta película es su moraleja: la cantidad de energía aplicada a una pose sólo puede llevar al desastre; la pose sólo funcionará cuando sea propia y algunas jamás llegarán a serlo. Y así, en un final delirantemente calcado del de Casablanca, el momento que Felix ha esperado toda su vida para repetir los diálogos de la película de 1942, cuando todo ha terminado no diré cómo, “Bogart” lo felicita y le dice que ya no va a necesitarlo más, pues ya sabe todo lo que tiene que saber. En más de un sentido el mensaje me caía de perlas en mi encuentro con Adriana…

Wednesday, March 17, 2010

American Grafitti



La primera vez que oí de American Graffiti fue haciendo un curso de periodismo cultural. En esa época yo ya me las tiraba de cinéfilo, como cualquiera que aspira a esa indefinida calificación de interesante; no tenía el uniforme completo de bohemio, pero la pose si. Toda. Y uno de los requisitos era ver cierto cine, so pena de que la niña linda con pose de madura me acusara de ignorante. En ese contexto el profesor dijo que George Lucas había hecho “esa maravilla que fue American Grafitti antes de llenarse de efectos especiales”, en alusión a La Guerra de las galaxias. Me dijo eso a mí. En mi cara. Resulta que soy fan de Star Wars, tuve la colección de muñecos (ahora tengo que protegerla de las codiciosas garras de mi mamá que un día de estos la vende) y puedo decir que todo lo que necesito en la vida lo aprendí de Yoda.

Bueno, me dije: todo el mundo tiene derecho a tener su opinión sobre Star Wars y no gustarle, así como hay gente a la que no le gusta la Capilla Sixtina o la música de Mozart. Si una persona pensaba que American Grafitti era superior… y la había hecho Lucas… seguro no era cierto pero ¡yo tenía que verla! Conseguí la copia, me dispuse a ver “esa maravilla”, a la niña de pose madura le encantó. Con eso les digo todo…

Cuando George Lucas hizo American Grafitti era un niño prodigio de 28 años y venía de hacer el éxito de crítica THX 1138 que abrió el Festival de Cannes (para parecer de verdad interesante hay que pontificar sobre Cannes, Berlín y Venecia; los Oscar son placebos para yuppies) y Francis Ford Coppola lo desafió a hacer una película para el público en general.

Fue una película hecha con las uñas. El pueblo donde filmaban sólo les autorizó una noche de grabación y tuvieron que llevarse sus trastos a otra parte. Ninguno de los estudios la quiso comprar porque no era lo suficientemente sexual o violenta, hasta que Universal, casi como favor, autorizó $600,000 y le concedió al director control sobre la copia final, una bendición porque después el estudio empezó a hacer sugerencias para “enriquecer” la película, temible verbo que ha oído cualquiera en un grupo de gerencia. Al final no hubo enriquecimiento y el resultado es la película de 112 minutos, aunque si el director pretendía que durara tres horas y media. Si cedió es porque la editora era su mujer; vaya uno a saber qué se negoció en la penumbra de la sala de edición.

Ahora, la película no tocar a alguien de la edad de sus personajes, porque lo que ve ahí es su vida diaria: un trabajo para pagarse algunos gastos, pedir el auto de la casa, conquistar a la chica que te gusta, elegir carrera. Si fuera manipulativa como The breakfast club, cualquier adolescente vibraría. Si incluyera alguna prueba terrible como el campeonato contra el matón de The karate kid uno se solidarizaría. Pero American Grafitti no es nada de eso: es una película para adultos que quieren visitar su adolescencia con tono de documental. Un joven que esté viviendo ese mismo momento que muestra la película se ve en la pantalla a sí mismo y su vida le parece tan interesante como ver crecer pasto.



La película resumida es tonta y un lector se preguntará qué gracia puede tener. Trata de cuatro muchachos, recién graduados de colegio en un pueblo de California, girando alrededor de una cafetería drive-in llena de vidrio, neón chillón y mesas de fórmica atendida por meseras de en patines vestidas con blusas apretadas (Mel's, que realmente existió y sobrevive gracias a la fama de la película, aunque no el que aparece en la cita). Dos de ellos deben irse al otro día a estudiar. Uno está a punto de irse con los marines. Y otro es un héroe de carreras callejeras. La película comienza al anochecer y se acaba al amanecer. Punto, eso es todo. No pasa nada, absolutamente nada.


Pero cualquiera que ya haya dejado atrás esa edad se puede relacionar con la cinta. Muchos recordamos al menos una noche así, cuando en cierto sentido te acostaste adolescente y te levantaste adulto. A medida que la noche pasa el tono de la película es más lóbrego: pasas de una fiesta de colegio a una carrera al filo del amanecer que acaba en tragedia. Mientras en el pueblo el rock n’roll suena a todo volumen en los carros, los muchachos se encuentran y se saludan en los semáforos, se seducen chicas que pasan por la calle. La vida del pueblo, es decir, la vida de Estados Unidos parece igual. Pero no es así, está cambiando y los personajes de la película no lo saben: lo sabe el director y el espectador, que años después se dan cuenta de la tragedia: esos muchachos, ese país eran felices. Y no lo sabían y van a arruinarlo todo.


La película cuenta lo que podría llamarse la última noche de inocencia de los Estados Unidos: anocheciendo, es un país de muchachos que andan viendo qué hacer. Pero no es USA, es cualquier país; yo lo hice con mis amigos e ignoro cuántos galones de gasolina nos tiramos. Hacíamos bulla cada que nos encontrábamos en los semáforos. Definíamos “el programa” de la noche, como si tuviéramos todo el dinero para hacer lo que quisiéramos y no estuviéramos sentenciados a hacer lo mismo siempre, en una “ciudad” con una oferta cultural y de ocio casi nula. Pero cuando amanece, Estados Unidos empezará a reclutar jóvenes para mandarlos a Vietnam y los más agresivos pasan de la pose Marlon Brando a robar negocios y usar drogas. La línea de aletas y níqueles de los coches desde los 194o va a morir para producir monstruos de pura fuerza; la catedral gótica del Cadillac cede espacio al rascacielos del “muscle car”.



La película se quedaría en estereotipos planos si no fuera por dos eventos a cargo del personaje de Richard Dreyfuss, Kurt. El primero es Suzanne Sommers, que sería famosa en Three’s company. En su paseo sin rumbo Kurt la ve manejando un Thunderbird (mítico en la memoria americana), rubia clásica de pelo alborotado y busto generoso de historias de surfistas. Ella forma las palabras “Te amo” desde la ventanilla, él queda instantáneamente enamorado y se dedicará a encontrarla. Acabando la noche de búsqueda infructuosa recurre a dejarle una dedicación radial con el teléfono de una cabina pública y ella llama al amanecer; él no sabe quién es ella, ella sí sabe quién es él y lo invita a encontrarla en el paseo sin rumbo de todas las noches. Es en ese momento Kurt entiende: una noche atrás no hubiera tenido problema con la cita; hoy, en unas horas se irá; la mujer al soñada al alcance del adolescencia es imposible para el adulto.


El otro es Wolfman Jack, un DJ famoso. Toda la película se oye su voz anunciando canciones, dedicándolas y las leyendas urbanas que lo rodean: que transmite desde un avión, que nadie lo ha visto … Decidido a encontrar a la rubia, Kurt decide reclutarlo para su causa. Increíblemente resulta ser un tipo que come paletas de una nevera dañada en una emisora rural a las afueras del pueblo y, aunque el hombre no reconoce ser el DJ, Kurt se da cuenta que estuvo con el hombre del que todo el mundo habla en una estación perdida en la mitad de la nada y la duda queda despejada cuando lee en vivo el mensaje que de Kurt para la rubia. Kurt ha conocido a su propio mago de Oz.


Yo estuve ahí. El póster de la película preguntaba “¿Dónde estabas en 1962?”. Yo no había nacido, pero esa noche podía quedar en 1987. Y lo que la película cuenta seguiría intacto, aunque se viera distinto. Cuando George Lucas hizo esa película quería entender adónde se había ido ese mundo cuando el problema más grave era decidir si ir a la cafetería a conversar con los amigos o ir a la cafetería a ver si había suerte consiguiendo chicas. No digo que todo el mundo haya tenido una juventud idílica, pero muchos sí tuvieron una adolescencia así. Como yo. Por eso 18 años después del taller en la universidad vine a entender la “maravilla” de American Grafitti y por qué está entre las cien mejores películas de todos los tiempos en AFI

About Me

My photo
Follow me in Twitter in english @tarotxp and in spanish @luisftenorio. I have twenty years of experience in senior positions in Human Resources. I received my MBA at Icesi & Tulane University ten years ago. I also love reading tarot and to learn "the dark side" of history