Friday, October 8, 2010

Estado de gracia

Me siento orgulloso de tener amigos que han sobrevivido a los años desde nuestros días de colegio, entre los cuales destacan dos, a los cuales mi familia llama mis hermanos a dos de ellos luego de veinticinco años de barbaridades. Una tuvo lugar en 1989 cuando veníamos en mi carro por la autopista; Francisco al lado mio, Carlos atrás.
Aquí se impone un comentario: decirle “autopista” como las americanas, o las de Chile o Argentina, requiere un poco de elasticidad semántica y un mucho de patriotismo para que el nombre se le ajuste a lo que es una avenida de cuatro calzadas con semáforos cada pocas esquinas. El asunto es que veníamos a las nueve de la noche, para esa época el tráfico era mucho más suave, así que teníamos la via más o menos para nosotros… y no tuve mejor idea que poner el carro a más de cien por hora.
Se veía a lo lejos, muy lejos un semáforo.  En verde… amarillo… rojo. Y el carro Zummmm. Carlos, todo un caballero o al menos pone pose de tal empezó en tono casual a informarme “Luis Felipe, el semáforo está en rojo” Zummmmm. “Luis Felipe, semaforo rojo” dijo con algo más de énfasis cuando los carros empezaron a cruzar. Zummmmmm. “Teno, semáforo rojo” dijo con más premura. Zummmmmm. “Teno, semáforo! Semáforo!!!!! ROJO!!!!!! PARAAAAAA MARICA PARAAAAAAAA!!!!!!!” Carlos pesa más de cien kilos, uno de sus rasgos característicos son unas manos enormes que puso en mi cuello mientras me gritaba que parara y casi me pasa por encima del espaldar. Francisco, mientras, había perdido la voz y le daba golpecitos al salpicadero señalando y haciendo sonidos inintelegibles parecidos a “gawk!!!!”

Recordé eso cuando volví a ver Estado de gracia veinte años después de verla en cine, más o menos en la misma época que les cuento, aunque una cosa y otra no tienen relación. Lo recuerdo porque en una escena Gary Oldman (en uno de sus primeros y mejores papeles) acude con Sean Penn a incendiar una casa va regando gasolina y sonríe a Penn antes de tirar un encendedor, obligándolos a huir en medio de las llamas, para acabar muertos de la risa en la calle. Hoy en día, que me preguntan si mi carro tiene tercera cuando manejo, pienso que al sujeto del semáforo le habría parecido de lo más divertido desafiar un incendio con sus dos amigos.
Es una película pequeña, inscrita en el género neo-negro, inventado para catalogar obras de estas, pero no deja de ser una buena película, de esas que no se preocupan por ser visualmente apabullantes, pero tampoco de ser la obra maestra explorando el alma humana: Estado de gracia es la película de alguien que quería contar una historia y tuvo la suerte de conseguir el presupuesto necesario. Ocasionalmente el resultado supera esta carencia de aspiraciones, este es de esos casos.

 Estado de gracia en sesenta segundos. Después de doce años de dejar el viejo barrio sin dar noticias, Terry Noonan (Sean Penn) regresa a encontrarse con Jackie Flannery (Gary Oldman), hermano menor del jefe de la mafia irlandesa, Frankie (Ed Harris). Noonan no sólo era amigo en la adolescencia de Jackie sino que fue novio de su hermana Kathleen, quien odia la vida de sus hermanos y se ha hecho una vida trabajando para un lujoso hotel. El problema es que Noonan no ha estado trabajando en plataformas petroleras en el golfo de México ni en cafeterías de carretera en el medio oeste ni en los lugares más absurdos donde pudo darse una biografía en la prehistoria previa a Internet, cuando para saber dónde estaba un pueblo tocaba sacarse los ojos en atlas de convenciones diminutas: Noonan es policía infiltrado.

 En algunos puntos la película tiene una fotografía estupenda y su mérito formal es liberarse de ese tono pretencioso de documental sin pretensiones que tantas películas parecidas tratan desesperadamente de lograr. Phil Joanou, el director, sí quiere meternos en la tragedia de Noonan y quiere que empaticemos con sus personajes y no sólo narrar hechos. Pero con su ambiente opresivo, su cotidianidad, sus gangsters pequeñitos a los que la palabra “gangster” les queda grande y más bien son hampones venidos a más y su tono de catástrofe de Shakespeare sobre lo que significa ser amigo y el precio que toca pagar por querer revisitar la propia vida, ignorando que los años han pasado pero su marca no se ha borrado, la película hace un trabajo muy superior a su presentación, aunque carezca de espectacularidad (pero viéndola ahora, me resulta imposible no ver en su combate final a un tatarabuelo de Matrix)
Estado de Gracia forma, involuntariamente, un bucle en el tiempo para unirse a otras dos películas que tendrán su post, esas sí unidas entre sí por vínculo de paternidad, como me dirían en clase de civil: Los infiltrados (The Departed) y Pandillas de Nueva York (Gangs of New York), ambas de Martin Scorssese.
La película de Joanou tocaba un tema muy importante en New York en ese momento: la recuperación del centro de la ciudad. La mafia irlandesa tiene sus cuarteles históricos en el barrio Hell’s Kitchen (la Cocina del Infierno) y allí corre la película. Estado de gracia viene a decirnos qué pasó mucho después de los eventos del siglo XIX en Five Points que Gangs of New York  contaría en 2003. Desde un punto de vista histórico (no cinematográfico), Pandillas es la precuela de Estado de gracia separadas trece años. 

Como nota al margen, las razones que nueven a Frankie Flannery a tratar con la mafia italiana se cumplieron milímetricamente fuera de la cinta. La preocupación de la mafia irlandesa es la llegada de gente rica a Hell’s Kitchen, el barrio de sus raíces y que los desplacen, así que en la ficción los irlandeses se unen a sus enemigos jurados, los italianos, para impedirlo. El desenlace de la película es una especie de profecía de Joanou: el plan de 1969 de reorganización urbana se puso en marcha a comienzos de los noventa, desplazando a los habitantes tradicionales del barrio para convertirlo en una especie de costoso barrio bohemio de New York. 

Nadie sabe por qué se llama la Cocina del Diablo, pero el nombre ya existía en el siglo XIX y era parte del folklore local, como los Five Points de Gangs of New York. La leyenda más comentada es que en una de esas luchas pandilleras, dos policías conversaban y el más joven dijo “Esto es el infierno mismo!” a lo que su colega respondió “El infierno tiene clima llevadero… ¡esto es la cocina del infierno!” Pero también se habla de restaurantes, de bares y prostíbulos que le dieron nombre al área. En todo caso, imposible que un nombre tan atractivo no aparezca constantemente en cine y novelas de género negro. O neo-negro, sea eso lo que sea.

Sunday, October 3, 2010

12 angry men (Doce hombres en pugna)



Uno de los mejores amigos de mi papá se llama Arturo, a quien vine a conocer después de yo tener treinta años. Arturo era una especie de figura mítica: él y mi papá hicieron colegio y universidad juntos y las historias de adolescencia y adultez joven de mi papá están marcadas por esa amistad; más de una vez he tenido que oír esas anécdotas, como chiste, como recuerdo, como alguna forma de ejemplo (mi papá, como todos los papás del mundo, es triunfalista: alguien más sirve para ilustrar lo malo, aunque jamás ha usado las anécdotas de Arturo para este último fin).

Así que cuando conocí a Arturo fue como encontrarme con un fantasma; de tanto oír de él era como si no existiera, era como darle la mano a Pulgarcito o a Clark Kent, una figura que pasó de fantástica a real. Encima, cuando lo conocí, solo apareció: un día estaba sentado en la sala de mi casa y mi papá me dice “Salude a Arturo”. Yo sabía cuál Arturo aunque no me hubieran dicho nada, lo cual fue más desconcertante.

Arturo es lo que los colombianos llamamos “una cajita de música”. Tipo con una sonrisa constante y un aura social como pocas: cualquiera es su amigo íntimo a los cinco minutos. Dotado de una notable voz de baritono, da recitales como tal. Artista preso en el cuerpo de un abogado, disfruta los viajes de lujo pero no tiene problema en disfrutar en alguna ranchería.

Cuento esto porque conversando con él me contó que lo obsesionaba la objetividad: qué es la verdad. O usando sus palabras y decirlo más epistemológicamente, que es lo que es. Me contó una historia que después vi en Charlie Wilson’s War y que se resume en “para bien o para mal, sólo Dios lo sabe”: suben a un muchacho a un caballo, del que se cae y todos los amigos se conduelen de la mala suerte y el padre dice “Yo sólo sé que se subió al caballo, se cayó y se rompió una pierna”. Estalla la guerra y por tener la pierna rota no reclutan al muchacho, todos lo felicitan y el padre dice “Yo sólo sé que tenía una pierna rota y por eso no lo reclutaron”. Y así. Arturo se preguntaba ¿es buena o mala suerte caerse del caballo?

Toda esa historia porque 12 hombres en pugna (12 angry men) trata de eso: ¿qué es la verdad? ¿Qué es lo que es? La película no contesta esas preguntas, sino llevarnos a reflexionar sobre las consecuencias de lo que creemos saber. Y cómo la ley, a la que tanta fe le tenemos, es aplicada por personas falibles, con historias propias a las que no pueden renunciar pero por eso pueden terminar organizando una tragedia.

12 angry men fue en 1957 el debut como director de Sidney Lumet, cuatro veces nominado al Oscar a mejor director a lo largo de su carrera, empezando con esta película. Hecha en blanco y negro en la ola del cinemascope, la película no atrajo audiencias pero se convirtió en una de esas películas clásicas: el American Film Institute la tiene entre las 100 mejores de los últimos 100 años (#87), uno de los 50 héroes más notables del cine (#28), la segunda mejor película sobre dramas legales de todos los tiempos.

El tema, aunque ambicioso, es fácil de resumir: un muchacho de barriada está acusado de asesinar a su padre. La fiscalía ha hecho un excelente trabajo demostrando que él es el asesino y el castigo es la muerte. El veredicto tiene que ser unánime, sea para condenarlo o no; si no hay consenso el juicio será nulo y comenzar nuevamente. El jurado son 12 hombres, que entran a la sala de deliberaciones decididos a condenar al acusado: las pruebas en su contra son tan abrumadoras, que en 15 minutos se habrán librado del problema “y alcanzaré a ver el partido esta noche”, dice uno.


Sólo veremos al acusado y al juez unos segundos. No vemos el juicio, no vemos las pruebas, no hay nombres: sólo dos personajes van a tener nombre en los últimos segundos, lo demás son “el muchacho”, “el padre”, “la señora al otro lado de las vías del tren” etc. En una sala con una mesa y unas sillas se acomodan justas 12 personas.


Realmente lo que importa no es el juicio, ni si es culpable. Lo que importa es la responsabilidad de impartir justicia con nuestras falibles certezas. Considerando que el asunto está resuelto de antemano, uno de los jurados se autoproclama presidente, sugiere que todos voten y se vayan. Los que estén por la pena de muerte, que alcen la mano: uno, dos, tres… once. Uno de ellos, el jurado #8 (Henry Fonda) no.

El monólogo inicial de Fonda es inolvidable: no sabe si el muchacho sea culpable o no. Posiblemente sí sea culpable, sí mató a su padre (se niega a decir lo que él cree) pero si van a matar a alguien, y desde su punto de vista tanto da que ellos estén bajando o no el interruptor de la silla eléctrica, ellos lo están matando, al menos debieran darle la oportunidad de deliberarlo en serio. Quizá lleguen a la conclusión que habían tomado de antemano, pero él quiere saber que si una persona murió como consecuencia de su trabajo, que ese trabajo quede bien hecho.

Muchos conservadores claman que la película es un alegato contra la pena de muerte. Eso no es cierto y desapasionadamente cualquiera verá que no se menciona si está bien o no matar a alguien. En cambio, sí se afirma algo que creo que cualquiera aceptaría así sea a regañadientes: si se va a aplicar semejante pena, mejor que el trabajo quede bien. La cinta le pregunta a los espectadores: si usted no se fuera a limitar a hablar sobre las noticias, a opinar sobre lo divino y lo humano, sino que físicamente activara la silla eléctrica ¿no le gustaría estar seguro de lo que va a hacer, mientras el preso le suplica a usted, no al juez, no al sistema, a usted que no lo haga?


Cualquier seminario de negociación se beneficiaría de esta película. Como no se cansan de repetir mis profesores de Introducción al Derecho y de Teoría del Proceso, administrar justicia es delicado y majestuoso. Uno por uno los jurados van cambiando su posición por diferentes razones y desnudan sus bajezas o su grandeza. Al final no dicen inocente, sólo duda razonable. Y en una escena diminuta, dos de los jurados se encuentran al final y uno se le presenta al 8 como MCArdle, Fonda responde “Davis” y se quedan mirándose antes de gruñir y separarse sin despedirse: no entendieron para qué presentarse, no son amigos, no comparten causa. No volverán a verse, como indica el amplio plano del parque y ellos tomando direcciones opuestas. Y justicia servida.

About Me

My photo
Follow me in Twitter in english @tarotxp and in spanish @luisftenorio. I have twenty years of experience in senior positions in Human Resources. I received my MBA at Icesi & Tulane University ten years ago. I also love reading tarot and to learn "the dark side" of history