Sunday, November 21, 2010

La diligencia

Para muchos sus primos se cuentan entre sus amigos más viejos, con ellos se desarrollan destrezas sociales y se explora el mundo con el respaldo de la doble garantía de vínculo familiar y amistad. Yo tuve tres, uno por el lado materno y dos por el paterno. El del lado materno no me cabe en este post, era cinco años mayor y más que un primo era mi ídolo, por todo el tiempo que le dedicaba a esfuerzos dignos de mejor causa para hacerme feliz. Los otros se llamaban genéricamente “los Rojas” dos hermanos con quienes crecí. Con Juan Carlos y Alberto no recuerdo cuántas sociedades secretas fundamos, cuántos códigos indescifrables diseñamos, cuántos mapas levantamos con parajes horripilantes como la Barranca del Demonio.

Entre las pocas cosas que nos separaban, unas eran anecdóticas y otras con el tiempo pondrían una zanja entre nosotros; entre las anecdóticas estaba el gusto de Juan Carlos por los western. A él le fascinaba montar a caballo, le gustaba el campo y se ha convertido en exitoso agrónomo, básicamente la versión actual de los cowboys. Uno de mis recuerdos más antiguos es un juguete suyo, unas correas plásticas con cartucheras también plásticas para guardar unos quebradizos Colt idem. Recordándolas ahora, eran espantosas, el tipo de juguetes cuando el 10% de los juegos eran los juguetes y el otro 90% era imaginación. Yo me aburría asaltando fuertes de caballería (Alberto y yo, por menores, fuimos eternamente comisionados por Juan Carlos para hacer de indios y siempre perdíamos, lo que no aumentaba mi entusiasmo) y prefería ser Batman.

El western no me gustó durante mucho tiempo. Desde niño me chocaba su presentación formulaica de buenos y malos, cabalgatas eternas a las que no les veía gracia, ranchos que me parecían incomodísimos y una partida de personajes secundarios que no servían para nada sino de comparsas para el malo o de vergonzantes apoyos para el bueno. Sheriff inservibles, indios que sólo fumaban pipas de paz o arrancaban pelo y mujeres que sólo servían para meterse ellas y a todo el que estuviera a quinientos kilómetros a la redonda en problemas grotescos.


Sin embargo, con el tiempo entendí que precisamente la gracia del género está en su fórmula desvergonzada. El western es el superviviente de los romances medievales, que cumplen con todas las características molestas descritas arriba sin pistolas. Su gracia es ser predecibles, repetitivos, que proclaman desvergonzadamente unos valores que no se complican con el mundo real. Aun en lo más “psicológico” del género, los buenos son muy buenos y los malos muy malos, un maniqueísmo tranquilizador.

¿Por qué es importante el western para los americanos? Hay razones históricas y económicas. Las históricas: después de la guerra de secesión se necesitaba un mito integrador para cerrar las heridas. Las económicas: en los inicios del cine se prefería filmar en exteriores por la iluminación, así que el género se prestaba. Encima, los estudios poseían teatros en pueblos pequeños o ciudades al oeste de las Montañas Rocosas y los espectadores se identificaban con estas peripecias. Sin embargo, con el cine sonoro la filmación en exteriores se complicó y los western después de 1930 fracasaron estrepitosamente. En ese contexto de género moribundo, sin haber intentado una filmación en exteriores, emperrado en darle el rol protagónico a un actor de segunda que llevaba 80 películas sin hacer nada bueno, se le ocurre a alguien resucitar el género: resultó una película fundacional, considerada de lo mejor del cine, La diligencia (The stagecoach) de John Ford, en 1939.



La diligencia en sesenta segundos: un grupo de personas emprende un trayecto desde Arizona hasta Nuevo México. Viajan una prostituta expulsada del pueblo, un vendedor de whisky, un médico alcohólico, una mujer que busca a su esposo. Más adelante se les unirá un banquero estafador, un comisario que quiere evitar un duelo y un joven que es el que todos temen que desate el duelo para ajusticiar a los asesinos de su padre y su hermano. El problema, como de costumbre, es que los indios están en pie de guerra y la diligencia tiene que atravesar su territorio.


¿Los atacan los indios? Pero por supuesto. ¿Y llega la caballería? ¡Cómo no! ¿Y tienen que pasar un río torrentoso? ¡Obvio! Pero la película al mismo tiempo es un estudio psicológico de personajes disímiles encerrados en un carruaje, dirigidos hacia un destino que pueden sortear o no pero era parte de su cotidianidad. Ford, además, tiene buen cuidado en establecer pruebas para sus personajes que pueden ser mucho más temibles que mil comanches, como atender un parto.

Esta película estableció los clichés del cine del oeste; pasarían años antes que alguien se atreviera a hacer una propuesta fuera de su exitosísima fórmula y eso sin abandonarla. El desierto del far west no es cualquier desierto, debe verse como Monument Valley, en Utah, donde Ford se llevó la filmación para quedar muy, pero muy lejos de las interferencias del estudio. El dilema de usar la última bala para matar al compañero ante la inminencia de ser capturados. Saltar a los caballos para hacer sobre la marcha una reparación de última hora (alguna vez le preguntaron a Ford porque los indios no le disparaban a los caballos para detener la carroza y el director respondió sin más “porque se acaba la película”). La electrizante carga de la caballería de último minuto al toque de la corneta. El duelo final en las calles, que todo el mundo sabe que va a ocurrir, que es contra la ley pero igual tiene que darse. Y sobre todo, John Wayne.

Wayne, el arquetipo del cowboy, el resumen de afiche de todos los vaqueros. Con su voz ronca diciendo con confiado fatalismo “Hay cosas de las que un hombre no puede huir”. Con su caminado de piernas separadas y su gesto decidido. Wayne, en sus colaboraciones con Ford, hizo del cowboy un mito americano, la actualización de Robin Hood. Ha habido muchos vaqueros posteriores pero todos, absolutamente todos, se miden por lo cerca o lejos que caigan de Ringo Kid, el personaje de Wayne.

La película está basada en el cuento Bola de sebo del francés Guy de Maupassant, un cuento ambientado en la guerra francoprusiana del siglo XIX. Y el toque esotérico: durante la filmación del ataque apache, un frustrado Ford amenazó con llevarse la filmación a interiores en Los Angeles si el cielo persistía en encapotarse. La amenaza no era poca cosa: los navajos eran los extras del ataque a la diligencia y la película había llevado dinero y empleos a una región dejada de la mano de Dios, así que un chamán le pidió a Ford tres días para ponerle el cielo como quería. No tengo idea si Ford creía en el chamanismo o igual no podía salir antes mientras empacaba o cuál otra razón, pero aceptó y le describió al chamán el cielo que quería. A los tres días lo tuvo…

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