Wednesday, March 17, 2010

American Grafitti



La primera vez que oí de American Graffiti fue haciendo un curso de periodismo cultural. En esa época yo ya me las tiraba de cinéfilo, como cualquiera que aspira a esa indefinida calificación de interesante; no tenía el uniforme completo de bohemio, pero la pose si. Toda. Y uno de los requisitos era ver cierto cine, so pena de que la niña linda con pose de madura me acusara de ignorante. En ese contexto el profesor dijo que George Lucas había hecho “esa maravilla que fue American Grafitti antes de llenarse de efectos especiales”, en alusión a La Guerra de las galaxias. Me dijo eso a mí. En mi cara. Resulta que soy fan de Star Wars, tuve la colección de muñecos (ahora tengo que protegerla de las codiciosas garras de mi mamá que un día de estos la vende) y puedo decir que todo lo que necesito en la vida lo aprendí de Yoda.

Bueno, me dije: todo el mundo tiene derecho a tener su opinión sobre Star Wars y no gustarle, así como hay gente a la que no le gusta la Capilla Sixtina o la música de Mozart. Si una persona pensaba que American Grafitti era superior… y la había hecho Lucas… seguro no era cierto pero ¡yo tenía que verla! Conseguí la copia, me dispuse a ver “esa maravilla”, a la niña de pose madura le encantó. Con eso les digo todo…

Cuando George Lucas hizo American Grafitti era un niño prodigio de 28 años y venía de hacer el éxito de crítica THX 1138 que abrió el Festival de Cannes (para parecer de verdad interesante hay que pontificar sobre Cannes, Berlín y Venecia; los Oscar son placebos para yuppies) y Francis Ford Coppola lo desafió a hacer una película para el público en general.

Fue una película hecha con las uñas. El pueblo donde filmaban sólo les autorizó una noche de grabación y tuvieron que llevarse sus trastos a otra parte. Ninguno de los estudios la quiso comprar porque no era lo suficientemente sexual o violenta, hasta que Universal, casi como favor, autorizó $600,000 y le concedió al director control sobre la copia final, una bendición porque después el estudio empezó a hacer sugerencias para “enriquecer” la película, temible verbo que ha oído cualquiera en un grupo de gerencia. Al final no hubo enriquecimiento y el resultado es la película de 112 minutos, aunque si el director pretendía que durara tres horas y media. Si cedió es porque la editora era su mujer; vaya uno a saber qué se negoció en la penumbra de la sala de edición.

Ahora, la película no tocar a alguien de la edad de sus personajes, porque lo que ve ahí es su vida diaria: un trabajo para pagarse algunos gastos, pedir el auto de la casa, conquistar a la chica que te gusta, elegir carrera. Si fuera manipulativa como The breakfast club, cualquier adolescente vibraría. Si incluyera alguna prueba terrible como el campeonato contra el matón de The karate kid uno se solidarizaría. Pero American Grafitti no es nada de eso: es una película para adultos que quieren visitar su adolescencia con tono de documental. Un joven que esté viviendo ese mismo momento que muestra la película se ve en la pantalla a sí mismo y su vida le parece tan interesante como ver crecer pasto.



La película resumida es tonta y un lector se preguntará qué gracia puede tener. Trata de cuatro muchachos, recién graduados de colegio en un pueblo de California, girando alrededor de una cafetería drive-in llena de vidrio, neón chillón y mesas de fórmica atendida por meseras de en patines vestidas con blusas apretadas (Mel's, que realmente existió y sobrevive gracias a la fama de la película, aunque no el que aparece en la cita). Dos de ellos deben irse al otro día a estudiar. Uno está a punto de irse con los marines. Y otro es un héroe de carreras callejeras. La película comienza al anochecer y se acaba al amanecer. Punto, eso es todo. No pasa nada, absolutamente nada.


Pero cualquiera que ya haya dejado atrás esa edad se puede relacionar con la cinta. Muchos recordamos al menos una noche así, cuando en cierto sentido te acostaste adolescente y te levantaste adulto. A medida que la noche pasa el tono de la película es más lóbrego: pasas de una fiesta de colegio a una carrera al filo del amanecer que acaba en tragedia. Mientras en el pueblo el rock n’roll suena a todo volumen en los carros, los muchachos se encuentran y se saludan en los semáforos, se seducen chicas que pasan por la calle. La vida del pueblo, es decir, la vida de Estados Unidos parece igual. Pero no es así, está cambiando y los personajes de la película no lo saben: lo sabe el director y el espectador, que años después se dan cuenta de la tragedia: esos muchachos, ese país eran felices. Y no lo sabían y van a arruinarlo todo.


La película cuenta lo que podría llamarse la última noche de inocencia de los Estados Unidos: anocheciendo, es un país de muchachos que andan viendo qué hacer. Pero no es USA, es cualquier país; yo lo hice con mis amigos e ignoro cuántos galones de gasolina nos tiramos. Hacíamos bulla cada que nos encontrábamos en los semáforos. Definíamos “el programa” de la noche, como si tuviéramos todo el dinero para hacer lo que quisiéramos y no estuviéramos sentenciados a hacer lo mismo siempre, en una “ciudad” con una oferta cultural y de ocio casi nula. Pero cuando amanece, Estados Unidos empezará a reclutar jóvenes para mandarlos a Vietnam y los más agresivos pasan de la pose Marlon Brando a robar negocios y usar drogas. La línea de aletas y níqueles de los coches desde los 194o va a morir para producir monstruos de pura fuerza; la catedral gótica del Cadillac cede espacio al rascacielos del “muscle car”.



La película se quedaría en estereotipos planos si no fuera por dos eventos a cargo del personaje de Richard Dreyfuss, Kurt. El primero es Suzanne Sommers, que sería famosa en Three’s company. En su paseo sin rumbo Kurt la ve manejando un Thunderbird (mítico en la memoria americana), rubia clásica de pelo alborotado y busto generoso de historias de surfistas. Ella forma las palabras “Te amo” desde la ventanilla, él queda instantáneamente enamorado y se dedicará a encontrarla. Acabando la noche de búsqueda infructuosa recurre a dejarle una dedicación radial con el teléfono de una cabina pública y ella llama al amanecer; él no sabe quién es ella, ella sí sabe quién es él y lo invita a encontrarla en el paseo sin rumbo de todas las noches. Es en ese momento Kurt entiende: una noche atrás no hubiera tenido problema con la cita; hoy, en unas horas se irá; la mujer al soñada al alcance del adolescencia es imposible para el adulto.


El otro es Wolfman Jack, un DJ famoso. Toda la película se oye su voz anunciando canciones, dedicándolas y las leyendas urbanas que lo rodean: que transmite desde un avión, que nadie lo ha visto … Decidido a encontrar a la rubia, Kurt decide reclutarlo para su causa. Increíblemente resulta ser un tipo que come paletas de una nevera dañada en una emisora rural a las afueras del pueblo y, aunque el hombre no reconoce ser el DJ, Kurt se da cuenta que estuvo con el hombre del que todo el mundo habla en una estación perdida en la mitad de la nada y la duda queda despejada cuando lee en vivo el mensaje que de Kurt para la rubia. Kurt ha conocido a su propio mago de Oz.


Yo estuve ahí. El póster de la película preguntaba “¿Dónde estabas en 1962?”. Yo no había nacido, pero esa noche podía quedar en 1987. Y lo que la película cuenta seguiría intacto, aunque se viera distinto. Cuando George Lucas hizo esa película quería entender adónde se había ido ese mundo cuando el problema más grave era decidir si ir a la cafetería a conversar con los amigos o ir a la cafetería a ver si había suerte consiguiendo chicas. No digo que todo el mundo haya tenido una juventud idílica, pero muchos sí tuvieron una adolescencia así. Como yo. Por eso 18 años después del taller en la universidad vine a entender la “maravilla” de American Grafitti y por qué está entre las cien mejores películas de todos los tiempos en AFI

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